Nov
14
Hacia las nuevas teorías de la Física
por Emilio Silvera ~ Clasificado en Física ~ Comments (0)
Pensar en las complejas matemáticas topológicas requeridas por la teoría de supercuerdas puede producir incomodidad en muchas personas que, aún siendo físicos, no están tan capacitados para entender tan profundas ideas (me incluyo).
Bernhard Riemann introdujo muchas nuevas ideas y fue uno de los más grandes matemáticos. En su corta vida (1.826 – 1.866) propuso innumerables propuestas matemáticas que cambiaron profundamente el curso del pensamiento de los números en el planeta Tierra, como el que subyace en la teoría relativista en su versión general de la gravedad, entre otras muchas (superficie de Riemann, etc.). Riemann les enseñó a todos a considerar las cosas de un modo diferente.
La superficie de Riemann asociada a la función holomorfa “tiene su propia opinión” y decide por sí misma cuál debería ser el, o mejor, su dominio, con independencia de la región del plano complejo que nosotros podamos haberle asignado inicialmente.
Podríamos encontrar otros muchos tipos de superficies de Riemann.
Este bello concepto desempeña un papel importante en algunos de los intentos modernos de encontrar una nueva base para la física matemática (muy especialmente en la teoría de cuerdas), y al final, seguramente descubrirá el mensaje que encierra.
El caso de las superficies de Riemann es fascinante, aunque desgraciadamente sólo es para iniciados. Proporcionaron los primeros ejemplos de la noción general de variedad, que es un espacio que puede pensarse “curvado” de diversas maneras, pero que localmente (por ejemplo, en un entorno pequeño de cualquiera de sus puntos), parece un fragmento de espacio euclídeo ordinario.
La esfera de Riemann, superficie de Riemann compacta, el teorema de la aplicación de Riemann, las superficies de Riemann y aplicaciones complejas… He tratado de exponer en unas líneas la enorme importancia de este personaje para las matemáticas en general y la geometría en particular, y para la física.
En escritos anteriores consideramos dos aspectos de la relatividad general de Einstein, a saber, el principio de la relatividad, que nos dice que las leyes de la física son ciegas a la distinción entre reposo y movimiento uniforme; y el principio de equivalencia, que nos dice de qué forma sutil deben modificarse estas ideas para englobar el campo gravitatorio.
Ahora hay que hablar del tercer ingrediente fundamental de la teoría de Einstein, que está relacionada con la finitud de la velocidad de la luz. Es un hecho notable que estos tres ingredientes básicos puedan remontarse a Galileo; en efecto, parece que fue también Galileo el primero que tuvo una expectativa clara de que la luz debería viajar con velocidad finita, hasta el punto de que intentó medir dicha velocidad. El método que propuso (1.638), que implica la sincronización de destellos de linternas entre colinas distantes, era, como sabemos hoy, demasiado tosco. Él no tenía forma alguna de anticipar la extraordinaria velocidad de la luz.
Parece que tanto Galileo como Newton tenían poderosas sospechas respecto a un profundo papel que conecta la naturaleza de la luz con las fuerzas que mantienen la materia unida.
Pero la comprensión adecuada de estas ideas tuvo que esperar hasta el siglo XX, cuando se reveló la verdadera naturaleza de las fuerzas químicas y de las fuerzas que mantienen unidos los átomos individuales. Ahora sabemos que tales fuerzas tienen un origen fundamentalmente electromagnético (que vincula y concierne a la implicación del campo electromagnético con partículas cargadas) y que la teoría del electromagnetismo es también la teoría de la luz.
Para entender los átomos y la química se necesitan otros ingredientes procedentes de la teoría cuántica, pero las ecuaciones básicas que describen el electromagnetismo (como ha quedado reflejado en una parte anterior de este mismo trabajo) y la luz fueron propuestas en 1.865 por el físico escocés James Clark Maxwell, que había sido inspirado por los magníficos descubrimientos experimentales de Michael Faraday unos treinta años antes y que él plasmó en una maravillosa teoría.
Esta teoría del electromagnetismo de Maxwell tenía la particularidad de que requería que la velocidad de la luz tuviera un valor fijo y definido, que normalmente se conoce como c, y que un unidades ordinarias es aproximadamente 3 × 108 metros por segundo.
Sin embargo, esto nos presenta un enigma si queremos conservar el principio de relatividad. El sentido común nos diría que si se mide que la velocidad de la luz toma el valor concreto c en el sistema de referencia del observador, entonces un segundo observador que se mueva a una velocidad muy alta con respecto al primero medirá que la luz viaja a una velocidad diferente, aumentada o disminuida, según sea el movimiento del segundo observador.
Pero el principio de relatividad exigiría que las leyes físicas del segundo observador (que definen en particular la velocidad de la luz que percibe el segundo observador) deberían ser idénticas a las del primer observador. Esta aparente contradicción entre la constancia de la velocidad de la luz y el principio de relatividad condujo a Einstein (como de hecho, había llevado previamente al físico holandés Hendrick Antón Lorente y muy en especial al matemático francés Henri Poincaré) a un punto de vista notable por el que el principio de relatividad del movimiento puede hacerse compatible con la constancia de una velocidad finita de la luz.
¿Cómo funciona esto? Sería normal que cualquier persona creyera en la existencia de un conflicto irresoluble entre los requisitos de una teoría como la de Maxwell, en la que existe una velocidad absoluta de la luz, y un principio de relatividad según el cual las leyes físicas parecen las mismas con independencia de la velocidad del sistema de referencia utilizado para su descripción.
¿No podría hacerse que el sistema de referencia se moviera con una velocidad que se acercara o incluso superara a la de la luz? Y según este sistema, ¿no es cierto que la velocidad aparente de la luz no podría seguir siendo la misma que era antes? Esta indudable paradoja no aparece en una teoría, tal como la originalmente preferida por Newton (y parece que también por Galileo), en la que la luz se comporta como partículas cuya velocidad depende de la velocidad de la fuente. En consecuencia, Galileo y Newton podían seguir viviendo cómodamente con un principio de relatividad.
Pero semejante imagen de la naturaleza de la luz había entrado en conflicto con la observación a lo largo de los años, como era el caso de observaciones de estrellas dobles lejanas que mostraban que la velocidad de la luz era independiente de la de su fuente. Por el contrario, la teoría de Maxwell había ganado fuerza, no sólo por el poderoso apoyo que obtuvo de la observación (muy especialmente en los experimentos de Heinrich Hertz en 1.888), sino también por la naturaleza convincente y unificadora de la propia teoría, por la que las leyes que gobiernan los campos eléctricos, los campos magnéticos y la luz están todos subsumidos en un esquema matemático de notable elegancia y simplicidad.
En la teoría de Maxwell, la luz toma forma de ondas, no de partículas, y debemos enfrentarnos al hecho de que en esta teoría hay realmente una velocidad fija a la que deben viajar las ondas luminosas.
El punto de vista geométrico-espaciotemporal nos proporciona una ruta particularmente clara hacia la solución de la paradoja que presenta el conflicto entre la teoría de Maxwell y el principio de relatividad.
Este punto de vista espaciotemporal no fue el que Einstein adoptó originalmente (ni fue el punto de vista de Lorente, ni siquiera, al parecer, de Poincaré), pero, mirando en retrospectiva, podemos ver la potencia de este enfoque. Por el momento, ignoremos la gravedad y las sutilezas y complicaciones asociadas que proporciona el principio de equivalencia y otras complejas cuestiones, que estimo aburrirían al lector no especialista, hablando de que en el espacio-tiempo se pueden concebir familias de todos los diferentes rayos de luz que pasan a ser familias de líneas de universo, etc.
Baste saber que, como quedó demostrado por Einstein, la luz, independientemente de su fuente y de la velocidad con que ésta se pueda mover, tendrá siempre la misma velocidad en el vacío, c, o 299.792.458 metros por segundo. Cuando la luz atraviesa un medio material, su velocidad se reduce. Precisamente, es la velocidad c el límite alcanzable de la velocidad más alta del universo. Es una constante universal y, como hemos dicho, es independiente de la velocidad del observador y de la fuente emisora.
En alguna ocasión (como contrapunto) he puesto el ejemplo del principio de relatividad contrario a lo que acabo de explicar: el niño que viaja con su padre en un tren que marcha a la velocidad de 80 Km/h. Ambos están asomados por la ventanilla del tren. El niño, en el momento de pasar junto a la estación (en la que el jefe de estación parado en el andén, observa el paso del tren), arroja un pelota por la ventanilla que sale disparada de su mano, en la misma dirección de la marcha del tren, a 20 Km/h. Ahora, tanto el padre del niño como el jefe de estación, tienen un aparato que mide la velocidad de la pelota. El resultado es dispar: el jefe de estación ve que su aparato estima la velocidad de la pelota en 100 Km/h, mientras que el padre del niño la sitúa en 20 km/h. La explicación es sencilla. El aparato del jefe de estación, parado e inmóvil en sus manos al medir la velocidad de la pelota obtiene el resultado de la suma de la velocidad del tren (80 Km/h) y de la velocidad de impulso del lanzamiento (20 Km/h), pero el padre del niño, montado en el tren que marcha a 80 Km/h, está en movimiento, y su aparato también, con lo cual sólo puede medir la velocidad de lanzamiento (20 Km/h). Así que las dos mediciones del mismo fenómeno nos ha dado un resultado muy diferente, todo vez que depende del observador y de que esté en reposo o en movimiento.
Sin embargo, la velocidad de la luz es invariante, y si pudiéramos suponer que el niño lanzaba un rayo de luz en lugar de una pelota, tanto el jefe de estación como el padre del niño habrían medido la misma velocidad. La luz corre siempre lo mismo, independientemente de que su fuente esté parada o en movimiento, o de que el observador que la mida esté en reposo o en movimiento. Sin embargo, el fenómeno de ralentización del tiempo, cuando se viaja a velocidades relativistas, es otra historia.
La imagen espaciotemporal fue introducida por primera vez por Hermann Minkowski (1.864 – 1.909), que era un matemático extraordinariamente bueno y original. Casualmente él fue también uno de los profesores de Einstein en el ETH, Instituto Federal de Tecnología de Zurich, a finales de la última década del siglo XIX.
De hecho, la idea misma del espacio-tiempo es de Minkowski, que ya en 1.908 escribía: “En lo sucesivo, el espacio por sí solo y el tiempo por sí solo están condenados a desvanecerse en meras sombras, y sólo un tipo de unión entre ambos conservará una realidad independiente“. Se deduce de estas palabras que Minkowski, cuando conoció la teoría de la relatividad de Einstein sacó sus propias consecuencias, y a pesar de las maravillosas intuiciones físicas de su alumno y de las excelentes contribuciones de Lorente y Poincaré, fue él (Minkowski) el que aportó un punto de vista fundamental y revolucionario, el espacio-tiempo, la geometría subyacente en la teoría de la relatividad especial.
Sumergirse en este tema, sin que nos demos cuenta, nos puede llevar a plantearnos complejos tales como que la geometría de Minkowski tiene grupos de simetría tan grandes como el que tiene el espacio-tiempo G de la física galileana, y no sólo están todos los puntos M (Minkowski) en pie de igualdad, sino que todas las velocidades posibles (direcciones de género tiempo que apuntan al futuro) están también en pie de igualdad entre sí.
Para evitar meterme en un callejón sin salida (para mí), dejaré aquí el comentario que, sin que pueda impedirlo, cada vez, por sí solo (parece tener vida propia) se pone más complejo hasta sobrepasar mis limitados conocimientos.
Sobre el modelo estándar de la física de partículas. Los orígenes de la moderna física de partículas.
La ecuación de Dirac para el electrón supuso un momento crucial para la física en muchos aspectos. En 1.928, cuando Dirac propuso su ecuación, las únicas partículas conocidas para la ciencia eran los electrones, los protones y los fotones. Las ecuaciones de Maxwell libres describen el fotón (como fue previsto por Einstein en 1.905) en un primer trabajo cuyas ideas fueron desarrolladas por Einstein, Bose y otros, hasta que en 1.927 Jordan y Pauli proporcionaron un esquema matemático global para describir los fotones libres de acuerdo con la teoría de Maxwell para el campo libre cuantizado.
Además, tanto el protón como el electrón, parecían estar muy bien descritos por las ecuaciones de Dirac. La interacción electromagnética, que describe la influencia de los fotones sobre los electrones y los protones, estaba excepcionalmente tratada mediante la receta de Dirac, a saber, mediante la idea gauge (tal como fue introducida básicamente por Weyl en 1.918), y el propio Dirac ya había empezado a construir el 1.927 una formulación de una teoría completa de los electrones (o protones) en interacción con protones.
Así pues, todas las herramientas básicas parecían estar más o menos a punto para la descripción de todas las partículas conocidas de la naturaleza, junto con sus más destacadas interacciones.
Los físicos de la época no eran tan ilusos como para pensar que todo aquello les pudiera llevar pronto a una “teoría del todo”. Eran conscientes de que, ni las fuerzas necesarias para mantener unidos los núcleos (las que ahora llamamos nuclear fuerte) ni los mecanismos responsables de la desintegración radiactiva (ahora fuerza nuclear débil) podrían acomodarse sin importantes avances adicionales.
Allí algo no estaba bien, ya que si los electrones y los protones estilo Dirac, que sólo interaccionaban electromagnéticamente, fueran los únicos ingredientes de los átomos, incluyendo sus núcleos, entonces todos los núcleos ordinarios (excepto el simple protón que constituye el núcleo de hidrógeno) se desintegrarían al instante debido a la repulsión electrostática de las cargas positivas predominantes.
¡Tenía que estar actuando alguna otra cosa desconocida, algo que explicara una fuerte influencia atractiva dentro del núcleo! En 1.932, Chadwick descubrió el neutrón, y se comprendió por fin que el modelo protón/electrón para el núcleo, que había sido popular hasta entonces, debía ser reemplazado por otro en el que los protones y los neutrones estarían presentes, y donde una fuerte interacción protón-neutrón mantendría el núcleo unido.
Pero esta fuerza fuerte no era lo único que faltaba en el conocimiento de la época.
La radiactividad del uranio se conocía desde las observaciones de Henri Becquerel en 1.896, y se presentaba como el resultado de otra interacción (la fuerza débil) diferente de la fuerte y de la electromagnética. Incluso un neutrón, si se deja libre, sufriría una desintegración radiactiva en un periodo de unos quince minutos.
Uno de los misteriosos productos de la radiactividad era el evasivo neutrino, propuesto como hipótesis provisional por Pauli en 1.929, aunque no fue obserado directamente hasta 1.956.
Ahora, las cosas se conocen mejor y se dispone de una imagen más completa conocida como modelo estándar de la física de partículas. Este modelo parece acoger casi todo el comportamiento observado concerniente al vasto conjunto de partículas que hoy conocemos. Al fotón, el electrón, el protón, el positrón y el neutrón, se han añadido el muón y los diversos neutrinos, los piones (predichos por Yukawa en 1.934), los kaones, los lambdas, los sigmas y la celebradamente predicha por Gell-Mann, la omega menos.
El antiprotón fue directamente observado en 1.955, y el antineutrón en 1.956. hay nuevos tipos de entidades conocidas como los quarks, gluones, bosones W+, W– y Z0; hay vastas hordas de partículas cuya existencia es tan fugaz que no han sido nunca directamente observadas, por lo que suelen llamar “resonancias”.
El formalismo de la teoría moderna exige así mismo entidades transitorias llamadas partículas “virtuales”, y también cantidades conocidas como “fantasmas” que están aún más lejos de poder ser observadas en directo. Existe un número desmesurado de partículas propuestas (aún no observadas) que son predichas por ciertos modelos teóricos, aunque no son en absoluto consecuencias del andamiaje general de la física de partículas aceptada: a saber, bosones X, axiones, fotinos, gluinos, monopolos magnéticos, dilatones, etc.
Está también la misteriosa partícula de Higgs (aún no observada) cuya existencia, de una u otra forma, es esencial para la física de partículas actual, donde la partícula de Higgs se considera responsable de la masa de todas las partículas.
No he mencionado aquí el gravitón, la hipotética partícula mediadora de la gravitación, toda vez que la gravedad no está inmersa en el modelo estándar de la física, sino que está descrita por la relatividad general de Einstein.
Es bien sabido que la mecánica cuántica (el universo de las partículas subatómicas) y la relatividad general (el universo de los grandes objetos cosmológicos), de momento no han sido unidas; se rechazan mutuamente con una ferocidad asombrosa.
Parece que la teoría de cuerdas no sólo no rechaza estas dos teorías antagónicas, sino que en sus más altas dimensiones las acoge de manera natural, y ambas se complementan para formar un todo en el que tienen cabida el universo de las partículas, de la gravedad, de las fuerzas fundamentales y de la materia.
Es bonito pensar que un día, pasado el tiempo, se contará con ese modelo completo que, sin estridencias, dé cabida a todo y nos lo pueda explicar todo. Un sueño que cada día está más cerca y, si nadie lo remedia, cuando el LHC se ponga en marcha en el próximo mes de marzo de 2009, tendremos las pruebas experimentales de la existencia muchas de las cosas antes pensadas y de los objetos predichos, así como de otras maravillas que nos llevarán de la mano hacia ese futuro prometedor.
emilio silvera