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Rumores del saber XII

Autor por Emilio Silvera    ~    Archivo Clasificado en General    ~    Comentarios Comments (0)

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En 1936, la casa de subastas Sotheby’s vendió en la ciudad londinense una colección de documentos de sir Isaac Newton, el gran físico y filósofo natural británico, que la Universidad de Cambridge había considerado “sin valor científico” unos cincuenta años antes, cuando la colección le había sido ofrecida.

Los documentos, la mayoría manuscritos y cuadernos de notas, fueron comprados luego por otro hombre de Cambridge, el distinguido economista John Maynard Keynes (después lord Keynes), quien, tras dedicar varios años a su estudio, pronunció una conferencia sobre ellos en el club de la Royal Society de Londres.

En 1942, en medio de la segunda guerra mundial, Keynes presentó a sus oyentes una visión completamente nueva del “científico más renombrado y exaltado de la Historia”.

Keynes, después de estudiar con detenimiento los papeles y documentos de la caja adquirida en la subasta, descubrió a un ser nuevo y desconocido para el gran público, Newton, después de todo, no era un racionalista, alguien que nos enseñó a pensar de acuerdo con los dictados de la razón fría y carente de emoción.

Aquellos viejos documentos que Newton guardó en una caja en su despacho, allá por el año 1696, dejaba al descubierto que Newton no fue el primer hombre de la Edad de la Razón, sino que fue el último de los magos, el último de los babilonios y de los sumerios, la última gran mente que contempló el mundo visible e intelectual con los mismos ojos que lo hicieron quienes empezaron a construir nuestra herencia cultural hace ya diez mil años.

Newton todavía es conocido principalmente como el hombre que dio origen a la noción moderna de que el Universo se mantiene  unido gracias a la acción gravitatoria.  Sin embargo, pocos conocen al Newton que pasó años involucrado con el oscuro mundo de la alquimia, entregado a la búsqueda ocultista de la piedra filosofal, y que estudió la cronología de la Biblia convencido de que ésta le permitiría predecir el Apocalipsis que estaba por venir.

Newton, en realidad, era un estudioso cuasi-místico, fascinado por los rosacruces, la astrología y la numerología, que creía que Moisés conocía la doctrina heliocéntrica de Copérnico y su propia teoría de la gravedad.

Una generación después de la aparición de su famoso libro Principia Matemática (un enorme avance para la Humanidad), Newton aun se esforzaba por descubrir la forma exacta del Templo de Salomón, al que consideraba “la mejor guía para conocer la topografía de los cielos.”

Y acaso lo más sorprendente de todo sea que los estudios más recientes sugieren que los descubrimientos científicos de Newton que cambiaron el mundo podrían no haber sido realizados nunca de no ser por sus investigaciones alquímicas.

Grandes verdades han  surgido de ideas “ilusorias” que en la mayoría de los casos, su autor, no publicaba por miedo al que dirán, ese fue por ejemplo, el caso del gran matemático Gauss que, por temor a los comentarios de sus compañeros, no fue capaz de publicar su geometría de espacios curvos que, en muchos casos, derribaba la inamovible geometría de Euclides.  Pero llegó Riemann y todo cambió a partir de nuevos conceptos y una visión más avanzada y atrevida.

Sin un poco de fantasía nos quedaríamos paralizados.  Así, el proceso y el avance intelectual de la Humanidad nos llegó de ideas que, no pocas veces, fueron simples ilusiones que tomaron forma real, de la mente a la vida cotidiana.  Esta es quizá la lección más importante que podemos extraer del mundo de las ideas: no debemos poner barreras al pensamiento.  Aunque nos puedan parecer descabelladas, hay que seguir la pista de las ideas.

Siempre me llamó la atención, y, la Historia ha sido testigo, de cómo ciertos países y civilizaciones brillaron durante un tiempo para luego, por una u otra razón, eclipsarse y quedar en el olvido.  En el siglo IX Bagdad estaba a la cabeza del mundo intelectual mediterráneo:  allí se tradujeron los grandes clásicos de las civilizaciones antiguas y, como dijimos antes, donde se originaron los hospitales, se desarrolló el algebra, al jabar, y se realizaron grandes avances en filosofía, falsafah, y, sin embargo, para el siglo XI, tal liderazgo se había desvanecido debido a los rigores del fundamentalismo.

En el siglo IV Lactancia escribió: “¿Para qué propósito sirve el saber? En lo que respecta al conocimiento de las causas naturales, ¿qué bendiciones me reportará el saber dónde nace el Nilo o cualquier otra cosa bajo los cielos sobre la que los “científicos” deliren?”

Pero la lección más importante que podemos extraer de la historia de las ideas, es que, la vida intelectual (acaso la dimensión más importante, satisfactoria y característica de la existencia humana) es una cosa frágil, se puede perder y destruir con facilidad.

Rousseau dijo: “¡Oh, hombre! Encierra tu existencia dentro de ti y dejarás de ser desgraciado.  Ocupa el lugar que la Naturaleza te asignó en la cadena de los seres…”.

La recomendación que encontramos en Pope: “Conoce tu lugar: los cielos te han concedido este tipo de ceguera, esta debilidad.”

Los autores de la Enciclopedia creyeron que la idea de la gran cadena podía ayudar en el avance del conocimiento: “Dado que << Los seres está vinculados unos a otros mediante una cadena de la que percibimos algunas partes como un continuo mientras la continuidad de otras se nos escapa>>,  el << arte del filósofo consiste en añadir nuevos lazos a esas partes separadas, con el objetivo de reducir la distancia entre ellas tanto como sea posible>>”

Incluso Kant se refiere a “la famosa ley de la escala contínua de seres creados….”.

Qué podría decir de Lovejoy que pensaba en la idea de la gran cadena del ser como un error.  Sostenía que tal idea suponía un universo estático.

Lovejoy era en todos los sentidos una figura impresionante.  Leía libros en inglés, alemán, fránces, griego, latín, italiano y español, y sus estudiantes contaban como anécdota que, había pasado su año sabático de la Johns Hopkins dedicado a leer “los pocos libros de la biblioteca del Museo Británico que aún no había leído.  Sin embargo, se le reprochó por tratar las ideas como “unidades” entidades subyacentes e inalterables, como los elementos químicos.

¡Qué cosas!

Lovejoy fue ciertamente quien dio el impulso inicial a la historia de las ideas al convertirse en el primer director del Journal of the History of  ideas, fundado en 1.940 (entre los primeros colaboradores estaban Bertrand Russell y Paul  O. Kristeller).  En el primer ejemplar, Lovejoy expuso el objetivo primordial del Journal: explorar la influencia de las ideas clásicas en el pensamiento moderno.

Lo curioso del caso es que, en los años transcurridos desde su fundación (hace 69 años), el Journal of the History of  ideas ha continuado explorando la sutíl forma en que una idea lleva a otra a lo largo de la historia.  He aquí algunos de los temas tratados en números recientes:

-el efecto de Platón en Calvino; la admiración que Nietzsche profesaba por Sócrates; el budismo en el pensamiento alemán del siglo XIX; la relación de Newton y Adam Smith; el vínculo de Emerson con el hinduismo; Bayle como precursor de kart Popper;  el paralelismo entre la antigüedad tardía y la Florencia del Renacimiento; etc.

En  su ensayo aparecido en el Journal para celebrar el cincuentenario de su publicación, el colaborador que lo escribía identificaba tres fallos dignos de ser señalados.

Uno de ellos era la incapacidad de los historiadores para comprender el verdadero significado de una de las grandes ideas  modernas, la “secularización”.

Otro, la generalizada decepción  respecto a la “psicohistoria”, cuando existían tantísimas figuras que reclamaban una comprensión psicológica profunda: Erasmos, Lucero, Rousseau, Newton, Descartes, Vico, Goethe, Emerson, Nietzche…….

Y, por último, el fracaso de historiadores y científicos para dar cuenta de la “imaginación” como una dimensión de la vida en general y, especialmente, de la producción de ideas. Como digo siempre, ¿que sería de la Humanidad sin imaginación?

¡Las ideas, qué peligro!

Es la única libertad que nos podemos permitir.  El pensar libremente y para nosotros mismos, otra cosa es el exponer nuestros pensamientos a los demás.  Unas veces por inconveniente, otras por pudor, otras por temor a las críticas, y otras por parecernos a nosotros mismos indignas de ser conocidas, así, se pierden grandes ideas.

emilio silvera

 


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