lunes, 23 de diciembre del 2024 Fecha
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¿Cómo ver la Naturaleza invisible?

Autor por Emilio Silvera    ~    Archivo Clasificado en Física Cuántica    ~    Comentarios Comments (3)

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Entre los teóricos, el casamiento de la relatividad general y la teoría cuántica es el problema central de la física moderna. A los esfuerzos teóricos que se realizan con ese propósito se les llama “supergravedad”, “súpersimetría”, “supercuerdas” “teoría M” o, en último caso, “teoría de todo o gran teoría unificada”.

Ahí tenemos unas matemáticas exóticas que ponen de punta hasta los pelos de las cejas de algunos de los mejores matemáticos del mundo (¿y Perelman? ¿Por qué nos se ha implicado?).  Hablan de 10, 11 y 26 dimensiones, siempre, todas ellas espaciales menos una que es la temporal.  Vivimos en cuatro: tres de espacio (este-oeste, norte-sur y arriba-abajo) y una temporal. No podemos, ni sabemos o no es posible instruir, en nuestro cerebro (también tridimensional), ver más dimensiones. Pero llegaron Kaluza y Klein y compactaron, en la longitud de Planck las dimensiones que no podíamos ver. ¡Problema solucionado!

¿Quién puede ir a la longitud de Planck para verlas?

La puerta de las dimensiones más altas quedó abierta y, a los teóricos, se les regaló una herramienta maravillosa.  En el Hiperespacio, todo es posible.  Hasta el matrimonio de la relatividad general y la mecánica cuántica, allí si es posible encontrar esa soñada teoría de la Gravedad cuántica.

Así que, los teóricos, se han embarcado a la búsqueda de un objetivo audaz: buscan una teoría que describa la simplicidad primigenia que reinaba en el intenso calor del universo en sus primeros tiempos, una teoría carente de parámetros, donde estén presentes todas las respuestas.  Todo debe ser contestado a partir de una ecuación básica.

¿Dónde radica el problema?

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La Vía Láctea

Autor por Emilio Silvera    ~    Archivo Clasificado en Astronomía y Astrofísica    ~    Comentarios Comments (0)

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El que veamos el cielo nocturno lleno de estrellas sustenta la ilusión de que el espacio inmenso del universo ha de estar también uniformemente lleno de ellas. Tal ilusión es tan persuasiva que los astrónomos no pudieron demostrar concluyentemente hasta este siglo que las estrellas forman parte de galaxias («universos islas») y que las galaxias son los principales habitantes del cosmos.

Si pudiésemos salir de nuestra Galaxia, veríamos que es un inmenso disco espiral cuyos brazos difusos se retuercen alrededor de una masa estelar central, en cuyo interior se oculta el misterioso núcleo galáctico. Señala la frontera de esa masa central un anillo de nubes de hidrógeno molecular, densas y grumosas. Si mirásemos detenidamente, veríamos que los brazos se hallan delineados por unas estrellas azules brillantes y que hay en ellos polvo y gas abundantemente concentrados en nebulosas formadoras de estrellas. Nuestro sol se encuentra situado en el borde interior de uno de esos brazos, el brazo de Orión, y es una estrella más entre los cientos de miles de millones que forman la galaxia.

Pero como el párrafo anterior corresponde tan sólo a una ilusión, entonces, pongámonos un poco más aterrizados y intentemos describir lo que cualquier mortal puede distinguir de nuestro cielo desde la Tierra; veamos si ello nos resulta. En una noche despejada de fines de invierno, a eso de las 10 de la noche -por lo menos así siempre me ha parecido- podemos disfrutar de uno de los espectáculos más bello que la naturaleza nos ofrece: la Vía Láctea. Eso sí, que es necesario mirar al cielo en un sitio alejado de las grandes urbes y en una noche en que la Luna no sea nuestra compañera. Después de cinco a diez minutos nuestros ojos se adaptan a la oscuridad y podremos contemplar una franja blanquecina que cruza el cielo dividiéndolo en dos partes iguales. Se trata de nuestra Galaxia (así, con mayúscula para diferenciarla de las otras galaxias).

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