Dic
14
¡La ciencia! ¿Qué haríamos sin ella?
por Emilio Silvera ~ Clasificado en Rumores del Saber ~ Comments (0)
¡LA CIENCIA! ¿Qué haríamos sin ella?
Está claro que, a la hora de adjudicar el logro de la Ciencia a un determinado lugar, cada uno tira para su propio territorio, y, en más de una ocasión he tenido que leer escritos y también oír comentarios que así lo demuestran
“La Ciencia occidental es nuestro logro más admirable. ¿Acaso alguna otra cultura, pasada o presente, ha levantado un edificio científico equivalente al que construyeron Galileo, Newton, Leibniz, Lavoisier, Dalton, Faraday, Planck, Rutherford, Einstein, Heisenberg, Pauli, Watson y Crick?? ¿Hay algo en el pasado de las culturas no occidentales que se pueda comparar con lo que son hoy en día la biología molecular, la física de partículas, la química, la geología o las distintas tecnologías? No hay mucho que discutir sobre esto. Sin embargo, la única cuestión es preguntarse de dónde partió toda esa ciencia, y dónde están sus auténticos orígenes. ¿Quién contribuyó inicialmente a su desarrollo?
Hay consenso a la hora de afirmar que el origen de esta ciencia es casi totalmente occidental. Al decir occidental se quiere significar que hablan de la Grecia antigua y helenística, y Europa desde el Renacimiento hasta la actualidad. Tradicionalmente se considera que Grecia es europea, contraponiendo esta idea a la de pertenencia a una cultura mediterránea que incluiría a sus vecinos africanos.”
Sin meternos en muchas profundidades y enunciándolo de forma abreviada, según ese punto de vista, la hipótesis podría ser la siguiente: La Ciencia nació en la antigua Grecia alrededor del año 600 a. de C. y floreció durante unos pocos cientos de años, aproximadamente hasta 146 a. de C., cuando los griegos cedieron su predominio a los romanos. En esta época, el avance de la ciencia se frenó en seco y en lo sucesivo permaneció en letargo hasta que resucitó en Europa durante el renacimiento, alrededor del año 1500. Esto es lo que se conoce como el “milagro griego”. Esta hipótesis supone que las personas que habitaron en la India, Egipto, Mesopotamia, el África subsahariana, China, el Continente americano y algún otro lugar con anterioridad al año 600 a. de C. no dirigieron el desarrollo de la Ciencia. Cuando descubrieron el fuego, se quedaron esperando tranquilamente a que Tales de Mileto, Pitágoras, Demócrito y Aristóteles inventaran la Ciencia en el Egeo.
Tan sorprendente como el “milagro griego” es la idea de que durante mil quinientos años, desde el final del período griego hasta la época de Copérnico, no se produjo avance alguno en la Ciencia. Supuestamente, las mismas personas que permanecieron cruzadas de brazos mientras los griegos inventaban la ciencia no demostraron capacidad ni interés alguno por continuar la obra de Arquímedes, Euclides o Apolonio.
La hipótesis según la cual la ciencia surgió por generación espontánea en suelo griego y desapareció después hasta el Renacimiento parece ridícula cuando se expresa de forma sucinta, sin más explicaciones. Se trata de una idea relativamente nueva que se formuló por primera vez en Alemania hace unos 150 años y ha llegado a incrustarse sutilmente en nuestra consciencia a través de la educación. La única concesión que se hace a las culturas no europeas es la que se refiere al Islam. Esta teoría dice que los árabes conservaron viva la cultura griega, incluida la ciencia, durante toda la Edad Media. Ejercieron de escribas, traductores y guardianes, sin pensar, aparentemente, en crear su propia ciencia.
De hecho, los eruditos islámicos admiraron y preservaron las matemáticas y la ciencia griegas y actuaron como hilo conductor de la ciencia de muchas culturas no occidentales, además de construir un edificio propio impresionante. La ciencia occidental es lo que es porque se construyó acertadamente sobre las mejores ideas, los mejores datos e incluso los mejores aparatos procedentes de otras culturas. Por ejemplo, los babilonios desarrollaron el teorema de Pitágoras al menos mil quinientos años antes de que Pitágoras naciera. En el año 200 d.C., el matemático chino Liu Hui calculó para el número π un valor (3,1416) que se mantuvo como la estimación más precisa de dicho número durante unos mil años. Nuestras cifras del 0 al 9, se inventaron en la antigua India, siendo las cifras de Gwalior (lugar de la India donde se encontró en inscripciones sánscritas unas representaciones numéricas en las que se utiliza ya el cero) del año 500 d.C. casi indistinguibles de las cifras occidentales modernas. Álgebra es una palabra árabe que significa “obligación”, como cuando se obliga a que la incógnita x tome un valor numérico.
Entre los años 1400 y 1200 a.C., los chinos observaron eclipses e informaron sobre ellos, anotando las fechas en que se producían. Las tablillas venusianas de Ammizaduga registran las posiciones de Venus en el año 1800 a.C., durante el reinado de este rey babilonio. El califa árabe al-Mamun constuyó un observatorio para que sus astrónomos pudieran comprobar la mayor parte de los parámetros astronómicos que habían obtenido los griegos, aportándonos así unos valores más exactos de la precesión de los equinoccios, la inclinación de la eclíptica y otros datos de este tipo. En el año 829 sus cuadrantes y sextantes eran mayores que los que construyó Tycho Brahe en Europa más de siete siglos después.
En el comentario de ayer me refería a algunos de estos milagros del pasado. Sabemos que, quienes confirieron autoridad al experimento, no fueron los occidentales, las pruebas no comenzaron en Europa sino en el mundo Islámico. Algunos opinan que la falta de reconocimiento de los logros de las culturas no occidentales no se deriva sólo de la ignorancia, sino de una conspiración. El profesor Bernal, autor de Black Athena, una serie de libros que ponen en duda nuestra visión de la historia, considera que las raíces de la civilización griega se encuentran en Egipto y, en menor medida, en Levante –el Próximo Oriente de los fenicios y los cananeos-. Los griegos escribieron sobre ello, hablando de colonias egipcias establecidas en Grecia durante la Edad del Bronce, e incluso durante la Edad del Hierro.
Los grandes sabios griegos, entre ellos Pitágoras, Demócrito e incluso Platón, viajaron a Egipto y trajeron de allí ideas y conocimientos egipcios. (Disponemos de los escritos del propio Demócrito para saber que perfeccionó sus conocimientos matemáticos a la sombra de las pirámides). Los griegos reconocían su deuda con Egipto. Este “modelo antiguo” sostenía que la cultura griega había surgido como resultado de la colonización de Grecia por los egipcios y los fenicios hacia el año 1500 a.C., y que los griegos continuaron después tomando numerosos préstamos de las culturas del Próximo Oriente. Este modelo antiguo fue adoptado también por los europeos desde el Renacimiento hasta el siglo XIX.
Durante varios siglos Europa creyó que Egipto era la cuna de la civilización. Esto cambió cuando los apologistas cristianos se sintieron preocupados por el panteísmo egipcio, y las ideas de pureza racial comenzaron a afianzarse en Locke, Hume y otros pensadores ingleses. Estas ideas desembocaron en el “modelo ario” de tan triste recuerdo. Daremos un salto y nos pasaremos aquella época que mejor no recordar.
Muchos historiadores occidentales tradicionales creen que después del hundimiento de la civilización griego se produjeron pocos hallazgos originales en el campo de la ciencia; que los árabes copiaron las obras de Euclides, Tolomeo, Apolonio y otros, y que Europa, finalmente, recuperó su patrimonio científico a través de los árabes. Durante la Edad Media los eruditos árabes se entregaron a la búsqueda de manuscritos griegos y fundaron centros de estudio y traducción en Jund-i Sahpur, Persia, y en Bagdad, Irak. A los historiadores occidentales no les suele gustar admitir que estos mismos eruditos buscaron manuscritos y de China y de la India, y crearon su propia ciencia.
La erudición se trasladó a El Cairo y posteriormente a España, concretamente a Córdoba y a Toledo, cuando el Imperio musulmán se extendió invadiendo Europa. En el siglo XII, cuando los cristianos reconquistaron Toledo, los eruditos europeos se abalanzaron sobre los documentos científicos de los árabes. Gran parte de los conocimientos científicos del mundo antiguo –tanto de Grecia como de Babilonia, Egipto, la India y China- fue encauzada hacia occidente a través de España.
Lo cierto es que, la Ciencia de la que podemos disfrutar hoy, es, en realidad, el germen del pasado remoto, de muchas civilizaciones de la antigüedad que floreció y perduró a través del tiempo, llegando a nosotros gracias al esfuerzo de muchos y, finalmente, la pudimos llamar Ciencia, cuando se estableció que, el experimento y la observación serían los factores determinantes y compañeros inseparables de la teoría.
Ahora hemos llegado a un punto en el que, las ideas, van muy por delante de lo que podemos comprobar. Por ejemplo, la teoría de supercuerdas planteada por algunos físicos como “la teoría de todo”, requeriría un acelerador de partículas con un diámetro de diez años luz para refutarla. La mayor parte de la biología evolutiva tampoco puede comprobarse experimentalmente. No se puede reproducir la evolución de una nueva especie, ni recrear los dinosaurios comenzando con un animal unicelular. Si aplicamos la regla de la refutación, de Karl Popper, demasiado estrictamente, tendríamos que incluir la astrología en el campo de la ciencia y excluir la biología evolutiva, la teoría de cuerdas y quizá incluso la astronomía. Así que, lo mejor será, no tomarse demasiado en serio lo de la refutación. De otro modo, podríamos vernos obligados a excluir toda la ciencia de los antiguos griegos. Éstos no sólo eludían el experimento, sino que abominaban de ellos, confiando en que la razón estaba por encima de la evidencia empírica. Esto es la mayor prueba de que, la Ciencia ha dado un cambio descomunal en su evolución y, a medida que ha ido pasando el tiempo ha sido más certera y desconfiada de sí misma. Nada se da por definitivo y, se espera que, cualquier teoría por muy hermosa y completa que nos pueda parecer será superada con el tiempo por otra de mayor amplitud y claridad que nos diga, más certeramente, lo que la Naturaleza es.
¡La Ciencia! El único camino para nuestra salvación como especie.
emilio silvera