Dic
22
Sobre Galileo
por Emilio Silvera ~ Clasificado en Astronomía y Astrofísica ~ Comments (0)
EL PALADÍN DE LA REVOLUCIÓN
Copérnico, Brahe, Kepler y sus revolucionarias innovaciones no consiguieron acabar con la tradición tolemaica popular, ya fuera porque escribían en latín y su saber llegaba sólo a otros especialistas, ya porque se limitaban a exponer sus hipótesis sin pretender imponerlas a sus contemporáneos.
Las dudas abundaban: aunque el nuevo modelo se apoyara en datos concretos, si la Tierra se moviera, todo lo que se hallara sobre su superficie tendría que salir disparado. Una cosa era crear modelos y otra explicar algo tan extraño como eso. Pero llegó Galileo Galilei (1564 -1642), con su talante agudo y anticonformista. Este italiano orgulloso, irónico, polémico, literato y físico, amante de la discusión, gran trabajador y excelente artesano, creador de nuevos instrumentos y experimentos, iba a sentar los fundamentos de la física moderna e idear el método científico que abriría las puertas a la era moderna.
Al principio trabajaba con imanes, termómetros, con el movimiento y la mecánica, deducía leyes y afirmaba que los cuerpos tienden a caer por el efecto de la gravedad.- Creía que los movimientos planetarios eran naturales, uniformes y circulares, en contraposición a la teoría de Kepler, quien le había mandado su Misterio cósmico, y criticaba su confianza ciega en los datos de Brahe: Galilei argumentaba que alguien capaz de realizar instrumentos y experimentos debía conocer lo inexactas que podían ser las mediciones. Estaba convencido de que la realidad sólo podía conocerse a través de experimentos ideales, extrapolados a partir de lo obtenido mejorando al máximo los instrumentos.
Revolucionó el modo de estudiar la física. Introdujo los conceptos de velocidad, velocidad media y aceleración, y analizó las leyes del movimiento sustituyendo la antigua filosofía aristotélica, puramente especulativa, por una nueva racionalidad. Se basó en la observación de fenómenos y en datos obtenidos con experimentos y razonamientos matemáticos y geométricos que permitían extrapolar las experiencias ideales a partir de experimentos reales.
Observaba el cielo con su telescopio y había descubierto un universo desconocido: la Luna no era lisa como se pensaba desde hacía dos mil años, sino que se parecía a la Tierra, con llanuras, montañas y mares; las estrellas visibles eran sólo una pequeñísima parte de la que forman la Vía Láctea, que de hecho no era una nube, sino una agrupación de multitud de estrellas. Además descubrió cuatro pequeños planetas alrededor de Júpiter y se los dedicó a Cosme II, gran duque de Toscaza. Por primera vez en la historia se anunció un descubrimiento exterior a la Tierra realizado con un instrumento y no con la imaginación.
Galileo observó las fases de Venus, un fenómeno que no hallaba explicación en el sistema tolemaico y que confirmaba las teorías de Copérnico y Kepler. Observó durante dos años la migración de las manchas solares, sus cambios y variaciones numéricas, y concluyó que formaban parte del Sol y que el Sol rotaba alrededor de su eje. Era inadmisible: si el Sol era un cuerpo perfecto, ¿cómo iba a tener manchas o a moverse? Muchos protestaron. ¿Cómo iba a haber más de siete planetas si siete son los días de la Creación, los pecados capitales o las virtudes teológicas…? Hasta Kepler dudaba de lo que Galileo declaraba haber visto; al igual que otros, se preguntó por qué Dios habría creado un mundo de objetos que nadie podía ver. La Academia negó la autenticidad del instrumento porque, aunque las lentes existían desde hacía siglos, se sabía que distorsionaban lo observado con reflexiones, luces inexistentes, efectos extraños e ilusiones ópticas.
Pero Galileo sabía que tenía razón y construyó decenas de telescopios para regalárselos a sus amigos, expertos y príncipes de toda Europa. Kepler pudo observar lo mismo que Galileo y se entusiasmó tanto que unos meses después publicó Dióptrica, un tratado sobre la teoría geométrica de las lentes que explica el funcionamiento del telescopio y el principio del teleobjetivo. Era la primavera de 1611 cuando, tras un milenio de oscuridad, dos genios iluminaron el espacio. El telescopio refractor se convirtió a todos los efectos en una prolongación de los ojos.
Pero la actitud de Galileo era errónea. Con la seguridad que le otorgaban sus observaciones y conclusiones pretendía saber más que Aristóteles y que cualquier otro, y afirmaba que su método científico era la única forma de investigación válida. Su presuntuosidad no tenía límites cuando sentenciaba que las diferencias con las Escrituras se debían a errores de interpretación, porque lo que los descubrimientos científicos mostraban era obra de Dios y Dios no podía contradecirse así mismo. Fue un desafío a los tradicionalistas y a la Iglesia.
El mundo académico y el poder eclesiástico entendieron el poder demoledor de semejante afirmaciones e intentaron silenciarlo prohibiéndole dar clases y apoyar la teoría copernicana.
Y Galileo calló… por poco tiempo. En 1623 dedicó a su amigo Maffeo Barberini –el Papa Urbano VIII-, Il Saggiatore, la primera obra en lengua romance, que se convirtió en piedra angular de la ciencia moderna. En ella invitaba a estudiar la naturaleza con humildad, cordura e imaginación, observando y preguntándose, distinguiendo entre realidad y apariencia, objetividad, y subjetividad; añadía que las matemáticas, la geometría y el razonamiento racional eran los únicos medios de extrapolar de la realidad imperfecta las leyes ideales que regulaban la creación. Era la nueva filosofía del conocimiento.
Poco después, publicó diálogos sobre los sistemas máximos del mundo (tolemaico y copernicano), donde el temerario Galileo cometió dos errores gravísimos. Primero, afirmó que las mareas se debían a la rotación de la Tierra: Un tema prohibido. Pero el más grave fue mofarse del Papa, quien había sido muy claro: Dios omnipotente puede hacer que ocurra cuanto desea y los fenómenos pueden ocurrir de mil formas; por ello, la observación de los hechos naturales no pueden llevar al conocimiento de la verdad.
Simplicio, encarnación de la obtusa mentalidad aristotélica y observadora, digna de todo desprecio, declaró, que si bien la hipótesis de la rotación de la Tierra para explicar las mareas parecía la mejor, había que rechazarla a favor de una “consolidadísima doctrina, enseñada por personas doctísimas y eminentísimas, que es de obligación acatar”. Contemporáneamente, Salviati, portavoz de las convicciones galileanas, respaldaba que el hombre pudiera alcanzar un conocimiento sobre la creación igual al de Dios: “De los escasos ente4ndimientos que el intelecto humano, creo que el de la cognición iguala al divino en certeza objetiva, puesto que llega a comprender la necesidad, sobre la que no aparece que haya seguridad mayor”.
Justo lo contrario de lo que afirmaba el Papa. Todas las victimas de insultos y burlas de Galileo comprendieron que había llegado la hora de la venganza. El libro era un ataque a la Iglesia, a su autoridad sobre la ciencia, a su infalibilidad, y además, por estar escrito en italiano, cualquiera que supiera leer podía acceder a estas ideas subversivas y diabólicas. La condena sólo podía ser ejemplar. Galileo estuvo a punto de ser condenado a la hoguera, donde recientemente había acabado Giordano Bruno. Pero, por suerte, sintió miedo, o quizá comprendiera que la razón no vale con los locos o entendiera que no podía seguir contando con sus grandes protectores, o quizás se convenciera de que, si quería avanzar con otras ideas, valía la pena inclinar la cabeza.
Se sometió a la Iglesia y se mostró humilde y arrepentido. Pidió comprensión por su decadente vejez, pero a pesar de ello fue juzgado con vehemencia, acusado de sospecha de herejía, y fue obligado a confesar públicamente: “Maldigo y detesto los antedichos errores y herejías”. En la actualidad, diríamos que fue condenado a arresto domiciliario; su obra fue prohibida e incluida en el índice, junto a la de Copérnico y Kepler. En 1.637 perdió la vista por completo, aunque no por ello dejó de trabajar. Halló elementos de apoyo para su nuevo método y negó la física aristotélica basada en la imaginación. A pesar de su escasa salud, el trabajo que desempeñó en los últimos años de vida fue su máxima contribución a la física. Consideraciones y demostraciones matemáticas sobre dos nuevas ciencias, referidas a la mecánica y a los movimientos locales, fue su penúltima obra, donde definiciones, conceptos, teoremas, demostraciones y corolarios forman el cuerpo coherente de la nueva física, donde plantea todos los problemas que deberían afrontarse y resolverse en los decenios siguientes por sus discípulos y expertos hasta llegar a Newton.
El 8 de enero de 1642 murió. La curia romana paralizó el proyecto de construir una sepultura solemne en la capilla de la Santa Cruz de Florencia para “no escandalizar a los buenos” y “no ofender la reputación” de la Santa Inquisición. Sus obras estuvieron prohibidas hasta 1757. Por fortuna, esta prohibición fue repetidamente trasgredida y el trabajo de Galileo devino rápidamente en fermento de nuevas y fecundas ideas.
emilio silvera