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¡Isaac Asimov! Un enamorado de la Ciencia

Autor por Emilio Silvera    ~    Archivo Clasificado en Astronomía y Astrofísica    ~    Comentarios Comments (5)

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Hace ya algunos años que Isaac Asimov escribió por encargo algunos ensayos que, como era su costumbre, comenzaba explicándonos el origen y en general,  en esta ocasión los titulaba:

“EL SECRETO DEL UNIVERSO” Y, como es Natural, en cada uno de ellos nos hablaba de una cuestión diferente y que podía despertar nuestra curiosidad. Pero pasemos a leerlo como él los escribió (en este caso, sólo uno de ellos).

En 1958 Robert P. Mills, que entonces dirigía The Magazine of Fantasy and Science Fiction, me preguntó si estaría dispuesto a escribir una columna mensual sobre temas científicos para la revista. Las condiciones eran que tenía que entregarla antes del cierre de la edición de cada mes, y a cambio me pagarían una pequeña cantidad (que no era lo más importante) y disfrutaría del privilegio de escribir sobre lo que quisiera, sin que el director hiciera ninguna sugerencia u objeción (lo cual era de una importancia capital).

Acepté inmediatamente, sin disimular mí alegría. No podía saber cuánto duraría este acuerdo; parecía bastante probable que después de un periodo más bien corto de tiempo ocurriera algo que lo diera por terminado. La revista podía dejar de publicarse, o podía llegar un nuevo director que no quisiera mi columna científica, o que me quedaría sin temas, o que no tuviera tiempo o salud para hacerlo. ¿Quién sabe?

Pero no ocurrió nada de eso. En el momento de escribir estas páginas, estoy celebrando el trigésimo aniversario de mi columna científica. No ha dejado de aparecer en ningún número. Ni Mills ni sus dos sucesores, Avram Davidson y Edward L. Ferman, han hecho jamás ninguna sugerencia u objeción, y tampoco han mostrado ni la más mínima intención de dejar de publicarla.

Mi primer artículo para Fantasy and Science Fiction apareció en el número de noviembre de 1958. Sólo tenía unas mil doscientas palabras, porque ésta era la extensión que me habían marcado. Unos meses más tarde me pidieron que alargara el artículo hasta cuatro mil palabras, lo que, en mi opinión, era un cambio muy halagador.

Así era ese primer artículo, «El polvo de los siglos»: Uno de los descubrimientos más descorazonadores que hacen las amas de casa al principio de su carrera es que el polvo es invencible. Por muy limpia que se mantenga una casa, por muy poca actividad que se permita en su interior, y por muy a conciencia que se impida la entrada de los niños y otras sucias criaturas, en cuanto se da uno la vuelta, todo aparece cubierto de una fina capa de polvo.

La atmósfera de la Tierra, sobre todo en las ciudades, está llena de polvo, lo cual está muy bien, porque, de lo contrario, no habría cielos azules y las sombras no estarían suavizadas.

Y el espacio también esta lleno de polvo, sobre todo entre los sistemas solares. Está atestado de átomos individuales y de conglomerados de átomos. Muchos de estos conglomerados alcanzan el tamaño aproximado de una cabeza de alfiler: son los llamados «micrometeoros» que, a las velocidades a las que se desplazan, son lo bastante grandes como para causar daños a una nave espacial. (Una de las funciones de los satélites espaciales es medir la cantidad de micrometeoros existente en el espacio que rodea a la Tierra.)

Esperamos que estas cantidades no sean lo bastante grandes como para impedir los viajes espaciales, pero de todas maneras son elevadas. Cada día la Tierra arrastra miles de millones de ellos, que arden en las capas superiores de la atmósfera debido al calor generado por la fricción y se mantienen siempre más allá de un radio de noventa kilómetros de la superficie del planeta. (Los ocasionales meteoros de mayor tamaño que pesan varios kilos e incluso toneladas son harina de otro costal.) Pero. ¿Qué quiere decir que «arden»?

Al arder, los átomos que forman los micrometeoros no desaparecen, se limitan a evaporarse por el calor. Más tarde este vapor se condensa, formando un polvo finísimo. Lentamente, este polvo se va depositando sobre la Tierra.
Las medidas más recientes del polvo meteórico en la atmósfera (que yo sepa) son las publicadas por Hans Petterson en el número del 1 de febrero de 1958 de la revista científica inglesa Nature. Petterson subió hasta unos tres kilómetros sobre el nivel del mar, escalando las laderas del Mauna Loa en Hawai (y de otra montaña en Kha ay), y tamizó el aire, separando el fino polvo para luego pesarlo y analizarlo. A una altitud de tres kilómetros, en medio del océano Pacifico, es razonable suponer que el aire estará bastante libre de polvo terrestre. Además, Petterson prestó especial atención al contenido de cobalto del polvo, porque el polvo meteórico contiene mucho cobalto y el terrestre muy poco.

Encontró 14.3 microgramos (un microgramo es la millonésima parte de un gramo) de cobalto en el polvo filtrado de un total de mil metros cúbicos de aire. Los meteoros contienen aproximadamente un 2,5 por 100 de cobalto, así que Petterson calculó que la cantidad total de polvo de origen meteórico presente en la atmósfera hasta una altura de noventa kilómetros es de 28.600.000 toneladas.

Este polvo no se limita a estar ahí. Se va depositando lentamente sobre la Tierra, mientras su cantidad sigue aumentando debido a la continua entrada de nuevos micrometeoros en la atmósfera. Si la cifra de 28.600.000 es constante, cada año se añade la misma cantidad de polvo que la que se deposita; pero, ¿cuál es esa cantidad?
Petterson se remontó a los datos relativos a la explosión del volcán Krakatoa en J883, en las Indias Orientales, en la que las capas superiores de la atmósfera recibieron tremendas cantidades de polvo finísimo, que durante algún tiempo hizo que las puestas de sol fueran extraordinariamente hermosas en todo el mundo. Casi todo ese polvo había vuelto a depositarse en la Tierra dos años más tarde. Si esta cifra de dos años para depositarse en la Tierra también es válida para el polvo meteórico, entonces cada año se deposita sobre la Tierra la mitad del total, 14.300.000 toneladas de polvo, y 14.300.000 toneladas de nuevo polvo entran en la atmósfera.

En este punto se acaban los cálculos de Petterson y comienzan los míos, y las teorías resultantes tienen que ver con nuestra civilización industrial v con el problema de llegar a la Luna.
Naturalmente, 14.300.000 toneladas de polvo al año parece una cifra muy elevada, que haría entrar en razón a cualquier ama de casa. Sin embargo, si lo repartimos por toda la Tierra, tampoco es para tanto. El área de la superficie de la Tierra es de 510.230.000 kilómetros cuadrados, así que el depósito anual de polvo por kilómetro cuadrado solo es de unos 65 kilos, lo que no es nada comparado con el polvo que generan el carbón y el petróleo que quemamos.

Si tenemos en cuenta que el polvo meteórico es en su mayor parte hierro, 65 kilos equivalen a 8.537 centímetros cúbicos (un cubo de unos 20 cm de lado). Como un kilómetro cuadrado contiene 1010 centímetros cuadrados, la acumulación de polvo durante un año, uniformemente extendido sobre un kilómetro cuadrado, formaría una capa de polvo de un espesor aproximado de 0,00000008 centímetros, lo que no puede preocupar a nadie.

Desde luego, este proceso continúa año tras año, y la Tierra existe como cuerpo sólido desde hace mucho tiempo, nada menos que 4.600 millones de años. Si el polvo meteórico se hubiera depositado en la Tierra al ritmo actual durante todo ese tiempo, entonces ya habría formado, de no sufrir ninguna alteración, una capa de tres metros y medio de polvo sobre toda la Tierra.

Sin embargo, sí que sufre alteraciones. Cae en los océanos. Es arrastrado de un sitio a otro. La lluvia arrecia sobre él. Es pisoteado. Las hojas se depositan sobre él.

Y, sin embargo, este polvo no desaparece nunca, y podría ser de la mayor importancia para nosotros. En comparación con la masa de la Tierra, los 70.000 billones de toneladas de polvo acumulados en toda la historia terrestre es una cantidad muy pequeña. No es más que una cienmilésima parte de la masa terrestre. Pero este polvo es en su mayor parte hierro, y esto hace que sea de una naturaleza bastante especial.

Sabemos que la Tierra está formada por dos capas, un núcleo central de hierro y otros materiales solubles en él, y una corteza exterior de silicatos y otros materiales solubles en ellos. Se supone que esta configuración se remonta a la época en que la Tierra era líquida, y los dos líquidos no miscibles se depositaron, el más denso debajo y el más ligero arriba. Pero, en ese caso, ¿por qué hay tanto hierro en la corteza terrestre, junto a los silicatos? De hecho, el hierro es el cuarto elemento más común en la corteza terrestre.

¿Podría ser este hierro de la superficie una sustancia que no procediera originalmente de la Tierra, sino, al menos en una parte importante, de la acumulación del polvo meteórico de los siglos? Según mis cálculos, el polvo podría explicar la existencia de todo el hierro en los primeros 2,5 kilómetros de la corteza sólida terrestre, y sin duda explica también el origen de todo el hierro que hemos conseguido extraer. ¿Es posible entonces que la tecnología moderna de nuestra Edad del Acero esté totalmente basada en el polvo acumulado del espacio, de la misma forma que las ballenas se alimentan del plancton? Buena pregunta.

Pero, ¿y la Luna? Nuestro satélite se desplaza por el espacio con nosotros, y aunque es más pequeño y su gravedad es más débil, también tendría que arrastrar una respetable cantidad de micrometeoros.

Desde luego, la Luna no tiene una atmósfera que entre en fricción con los micrometeoros reduciéndolos a polvo, pero el hecho de colisionar con la superficie lunar debería generar el suficiente calor como para hacerlo.

Ahora bien, ya hemos reunido un gran número de pruebas de que la Luna (o al menos sus partes bajas y llanas) está cubierta por una capa de polvo. Sin embargo, nadie sabe con certeza cuál es el espesor de esta capa.

Se me ocurre que si este polvo es el procedente de los micrometeoros, el espesor de la capa puede ser enorme. En la Luna no hay océanos que se traguen el polvo, ni vientos que lo arrastren, ni formas de vida que lo alboroten de algún modo. El polvo que se forme tiene que estar ahí depositado, y si la Luna recibe una provisión parecida a la de la Tierra, puede tener varios metros de espesor. De hecho, el polvo que golpee las paredes de los cráteres es bastante probable que se deslice pendiente abajo hasta el fondo, formando capas de quince o más metros de profundidad. ¿Por qué no? Por tanto, me imagino la primera nave espacial eligiendo un buen lugar llano para aterrizar, descendiendo lentamente con la parte trasera por delante, y hundiéndose majestuosamente hasta desaparecer.

Nunca he incluido este artículo en mis recopilaciones, y lo hago aquí, en la Introducción, por razones históricas. La verdad es que poco tiempo después decidí que no me gustaba.
En primer lugar, sigo preguntándome hasta qué punto son exactos los resultados de Petterson. En segundo lugar, he llegado a sentirme terriblemente avergonzado de mi suposición de que los meteoros están compuestos en su mayor parte de hierro, cuando en realidad los meteoros de hierro sólo representan aproximadamente un 10 por 100 del total.

Por último, el aterrizaje en la Luna, ocurrido once años después de escribir este artículo, descartó por completo la historia de la existencia de espesas capas de polvo sobre nuestro satélite. Esa idea había sido propuesta por Thomas Gold y resultaba plausible (si no yo no habría picado), pero se trataba de un error. Lo que ocurre es que el polvo que se deposita en la Luna lo hace sin presencia de aire. En el aire los átomos de oxigeno nivelan la superficie y mantienen separadas las partículas de polvo. En el vacío las partículas de polvo se mantienen unidas, formando una superficie parecida a la nieve crujiente. Pero no se puede ganar siempre.

Como verán, no me he quedado sin ideas, y no creo que haya muchas probabilidades de que eso ocurra. Tengo la intención de continuar escribiendo estos artículos hasta que la revista o yo mismo nos extingamos.

Sin embargo, después de treinta años, me parece que ya es hora de hacer un balance retrospectivo. Así que he elegido un artículo de cada grupo de doce sucesivos y los he reunido en este volumen para festejar tanta longevidad.

Doy las gracias a Fantasy and Science Fiction, a Doubleday (que ya lleva publicados muchos libros con mis artículos) y a todos mis editores y lectores.

Isaac Asimov

 

  1. 1
    nelson
    el 28 de febrero del 2011 a las 17:51

    Hola muchachos

    Hola muchachos.
    Un gigante. Considero de interés compartir la Introducción de Asimov a su libro (escrito conjuntamente con Frederick Pohl, otro gran escritor de ciencia ficción) “La ira de la Tierra”(1996):

    A lo largo de la historia siempre han existido los agoreros de la destrucción. Todos hemos oído hablar de Casandra, la hija de Príamo de Troya, que no dejó de advertir a los troyanos de que su ciudad sería destruida, aunque nunca le creyeron.
    Sin duda, antes de ella tuvo que haber profetas de la destrucción entre los egipcios y los babilonios, y la historia de los judíos está especialmente plagada de estos temas. El profeta Jeremías anunciaba sin descanso la destrucción de Judea y después de él hubo una larga lista de gente (incluido Juan el Bautista) que dijo: «Arrepentíos porque el reino de los cielos está cerca.»
    El día del Juicio Final (que representa el advenimiento del Reino de los Cielos) es una amenaza todavía viva; e incluso en nuestros días muchas religiones como los Testigos de Jehová y los Adventistas del Séptimo Día lo esperan como algo inminente.
    No obstante, todos estos agoreros de la destrucción basaban su desesperanzada observación en la religión. La humanidad estaba invadida por el pecado (lo que para la mayoría de la gente religiosa quiere decir «sexo», ya que nunca parecían estar tan preocupados por el asesinato, el robo y la corrupción como por un poco de diversión sexual) y, en consecuencia, un dios justo y vengativo destruiría a todo y a todos. Miren el Diluvio, miren Sodoma y Gomorra.
    Sin embargo, muy poca gente tomó alguna vez en serio a estos agoreros de la destrucción, por la sencilla razón de que muy poca gente estuvo de acuerdo con la religión y porque, de todas maneras, miles de años de amenazas del justo castigo divino nunca se habían cumplido.
    Pero ahora la situación ha cambiado.
    Lo que amenaza a la humanidad no son el adulterio y la fornicación, sino la contaminación física. No es un dios furioso el que nos amenaza con destruirlo todo, es un planeta envenenado por sus propios habitantes.
    La humanidad está siendo amenazada por sus propias acciones, sí; pero los hechos que nos amenazan con la destrucción no tienen nada que ver con el incumplimiento del Decálogo.
    En vez de eso, la llegada de la destrucción es el resultado de hechos que no parecen malos a primera vista. Como nos preocupa mejorar la salud de la humanidad y su seguridad, nuestra población ha aumentado mucho, sobre todo en el último siglo, hasta el punto de que la Tierra no puede con todos nosotros.
    Debido a que nos hemos industrializado para librar nuestras espaldas de la maldición del trabajo físico, hemos vertido en nuestra atmósfera los venenos originados por los motores de combustión interna y la hemos contaminado hasta el punto de que apenas podemos respirar su aire.
    Debido a que hemos aprendido a fabricar nuevos materiales para mayor comodidad de la humanidad, hemos producido compuestos químicos tóxicos que están saturando nuestro suelo y nuestra agua.
    Debido a que hemos encontrado una nueva fuente de energía (y destrucción) en el núcleo atómico, nos enfrentamos a la amenaza de una guerra nuclear o, incluso si la evitamos, a la impregnación de nuestro medio ambiente con radiaciones peligrosas y residuos nucleares.
    Éste no es un libro de opinión. Es una investigación científica de lo que nos amenaza a todos y que nos dice lo que podemos hacer para mitigar la situación.
    No es, en ningún caso, un vaticinio desesperado de destrucción. Es una descripción de aquello a lo que nos enfrentamos y de lo que podemos hacer al respecto. Y en ese sentido, es un libro lleno de esperanza, y como tal debería ser leído.
    No es demasiado tarde. Pero podría serlo si esperamos demasiado.
    ISAAC ASIMOV

    Saludos cordiales.

    Responder
  2. 2
    nelson
    el 28 de febrero del 2011 a las 18:27

    Homenaje II
     
    Abusando de la hospitalidad de la página, les “pego” también el último tramo del primer capítulo (“Qué es la Ciencia”) del libro “Introducción a la Ciencia” de Issac Asimov, verdadera enciclopedia, donde se evidencia su vasta erudición. Yo tengo la edición de 1977, pero hay una de 1984, con el nombre de “Nueva guía de la Ciencia” (“Asimov’s guide to Science”), más actualizada:
     

    A partir de las observaciones y conclusiones de Galileo, del astrónomo danés Tycho Brahe y del astrónomo alemán Johannes Kepler, quien había descrito la naturaleza elíptica de las órbitas de los planetas, Newton llegó, por inducción, a sus tres leyes simples del movimiento y a su mayor generalización fundamental: ley de la gravitación universal. El mundo erudito quedó tan impresionado por este descubrimiento, que Newton fue idolatrado, casi deificado, ya en vida. Este nuevo y majestuoso Universo, construido sobre la base de unas pocas y simples presunciones, hacía aparecer ahora a los filósofos griegos como muchachos jugando con canicas. La revolución que iniciara Galileo a principios del siglo XVII, fue completada, espectacularmente, por Newton, a finales del mismo siglo. 
    Sería agradable poder afirmar que la Ciencia y el hombre han vivido felizmente juntos desde entonces. Pero la verdad es que las dificultades que oponían a ambos estaban sólo en sus comienzos. Mientras la Ciencia fue deductiva, la Filosofía natural pudo formar parte de la cultura general de todo hombre educado. Pero la Ciencia inductiva representaba una labor inmensa, de observación, estudio y análisis, y dejó de ser un juego para aficionados. Así, la complejidad de la Ciencia se intensificó con las décadas. Durante el siglo posterior a Newton, era posible todavía, para un hombre de grandes dotes, dominar todos los campos del conocimiento científico. Pero esto resultó algo enteramente impracticable a partir de 1800. A medida que avanzó el tiempo, cada vez fue más necesario para el científico limitarse a una parte del saber, si deseaba profundizar intensamente en él. Se impuso la especialización en la Ciencia, debido a su propio e inexorable crecimiento, y, con cada generación de científicos, esta especialización fue creciendo e intensificándose cada vez más. 
    Las comunicaciones de los científicos referentes a su trabajo individual nunca han sido tan copiosas ni tan incomprensibles para los profanos. Se ha establecido un léxico de entendimiento válido sólo para los especialistas. Esto ha supuesto un grave obstáculo para la propia Ciencia, para los adelantos básicos en el conocimiento científico, que, a menudo, son producto de la mutua fertilización de los conocimientos de las diferentes especialidades. Y, lo cual es más lamentable aún, la Ciencia ha perdido progresivamente contacto con los profanos. En tales circunstancias, los científicos han llegado a ser contemplados casi como magos y temidos, en lugar de admirados. Y la impresión de que la Ciencia es algo mágico e incomprensible, alcanzable sólo por unos cuantos elegidos, sospechosamente distintos de la especie humana corriente, ha llevado a muchos jóvenes a apartarse del camino científico. 
    Más aún, durante la década 1960-1970 se hizo perceptible entre los jóvenes, incluidos los de formación universitaria, una intensa reacción, abiertamente hostil, contra la Ciencia. Nuestra sociedad industrializada se funda en los descubrimientos científicos de los dos últimos siglos, y esta misma sociedad descubre que la están perturbando ciertas repercusiones indeseables de su propio éxito. 
    Las técnicas médicas, cada vez más perfectas, comportan un excesivo incremento de la población; las industrias químicas y los motores de combustión interna están envenenando nuestra atmósfera y nuestra agua, y la creciente demanda de materias primas y energía empobrece y destruye la corteza terrestre. Si el conocimiento crea problemas, es evidente que no podremos resolverlos mediante la ignorancia, lo cual no acaban de comprender quienes optan por la cómoda solución de achacar todo a la «Ciencia» y los «científicos». 
    Sin embargo, la ciencia moderna no debe ser necesariamente un misterio tan cerrado para los no científicos. Podría hacerse mucho para salvar el abismo si los científicos aceptaran la responsabilidad de la comunicación», explicando lo realizado en sus propios campos de trabajo, de una forma tan simple y extensa como fuera posible y si, por su parte, los no científicos aceptaran la responsabilidad de prestar atención. Para apreciar satisfactoriamente los logros en un determinado campo de la Ciencia no es preciso tener un conocimiento total de la misma. A fin de cuentas, no se ha de ser capaz de escribir una gran obra literaria para poder apreciar a Shakespeare. Escuchar con placer una sinfonía de Beethoven no requiere, por parte del oyente, la capacidad de componer una pieza equivalente. Por el mismo motivo, se puede incluso sentir placer en los hallazgos de la Ciencia, aunque no se haya tenido ninguna inclinación a sumergirse en el trabajo científico creador. 
    Pero, podríamos preguntarnos, ¿qué se puede hacer en este sentido? La primera respuesta es la de que uno no puede realmente sentirse a gusto en el mundo moderno, a menos que tenga alguna noción inteligente de lo que trata de conseguir la Ciencia. Pero, además, la iniciación en el maravilloso mundo de la Ciencia causa gran placer estético, inspira a la juventud, satisface el deseo de conocer y permite apreciar las magníficas potencialidades y logros de la mente humana. 
    Sólo teniendo esto presente, emprendí la redacción de este libro.”

    Espero que quienes no lo han leído, lo hayan disfrutado, y los demás, también. Si esto motiva a alguien a buscar y leer más, misión cumplida.

    Saludos cordiales.

    Responder
    • 2.1
      emilio silvera
      el 1 de marzo del 2011 a las 9:20

      Gracias, amigo Nelson.
      Después de mucho tiempo he podido volver a repasar lo que, tan amablemente, nos envía.
      Asimov siempre será uno de los grandes enamorados de la Ciencia, y, así lo dejó demostrado con su extensa Obra literaria tanto en el campo de la Ciencia Pura, como en el de la Ciencia Ficción, donde nos dejó verdaderas Joyas como la saga de la Fundación o la de los Robots entre otras muchas.
      Un cordial saludo.

      Responder
  3. 3
    mushroom
    el 6 de mayo del 2011 a las 23:24

    al igual los invita a leer poemas sin editar,,, y un libro que estoy escribiendo y ya estoy por terminar.. att: franck

    Responder
  4. 4
    mushroom
    el 6 de mayo del 2011 a las 23:25

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