martes, 05 de noviembre del 2024 Fecha
Ir a la página principal Ir al blog

IMPRESIÓN NO PERMITIDA - TEXTO SUJETO A DERECHOS DE AUTOR




La vida y la muerte de las partículas

Autor por Emilio Silvera    ~    Archivo Clasificado en Física Cuántica    ~    Comentarios Comments (5)

RSS de la entrada Comentarios Trackback Suscribirse por correo a los comentarios

La mayoría de las partículas subatómicas que son producidas en los aceleradores de partículas, tiene una existencia muy breve, pero aun así ha producido asombro que una,  como el quark top – cima en español-, puede vivir tan efimero espacio de tiempo. Los experimentos realizados han permitido a los físicos determinar el tiempo de vida del quark top que es apenas de 3 x 10-25 segundos.  Una fracción de tiempo asombrosamente pequeña.

Cuando hablamos del tiempo de vida de una partícula nos estamos refiriendo al tiempo de vida medio, una partícula que no sea absolutamente estable tiene, en cada momento de su vida, la misma probabilidad de desintegrarse. Algunas partículas viven más que otras, pero la vida media es una característica de cada familia de partículas.

También podríamos utilizar el concepto de “semivida”. Si tenemos un gran número de partículas idénticas, la semivida es el tiempo que tardan en desintegrarse la mitad de ese grupo de partículas. La semivida es 0,693 veces la vida media.

Si miramos una tabla de las partículas más conocidas y familiares (fotón, electrón muón tau, la serie de neutrinos, los mesones con sus piones, kaones, etc., y, los Hadrones bariones como el protón, neutrón, lambda, sigma, ksi y omega, en la que nos expliquen sus propiedades de masa, carga, espín, vida media (en segundos) y sus principales manera de desintegración, veríamos como difieren las unas de las otras.

Algunas partículas tienen una vida media mucho más larga que otras. De hecho, la vida media difiere enormemente. Un neutrón por ejemplo, vive 10¹³ veces más que una partícula Sigma⁺, y ésta tiene una vida 10⁹ veces más larga que la partícula sigma cero. Pero si uno se da cuenta de que la escala de tiempo “natural” para una partícula elemental (que es el tiempo que tarda su estado mecánico-cuántico, o función de ondas, en evolucionar u oscilar) es aproximadamente 10ˉ²⁴ segundos, se puede decir con seguridad que todas las partículas son bastantes estables. En la jerga profesional de los físicos dicen que son “partículas estables”.

¿Cómo se determina la vida media de una partícula? Las partículas de vida larga, tales como el neutrón y el muón, tienen que ser capturadas, preferiblemente en grandes cantidades, y después se mide electrónicamente su desintegración. Las partículas comprendidas entre 10ˉ¹⁰ y 10ˉ⁸ segundos solían registrarse con una cámara de burbujas, pero actualmente se utiliza con más frecuencia la cámara de chispas. Una partícula que se mueve a través de una cámara de burbujas deja un rastro de pequeñas burbujas que puede ser fotografiado. La Cámara de chispas contiene varios grupos de de un gran número de alambres finos entrecruzados entre los que se aplica un alto voltaje. Una partícula cargada que pasa cerca de los cables produce una serie de descargas (chispas) que son registradas electrónicamente. La ventaja de esta técnica respecto a la cámara de burbujas es que la señal se puede enviar directamente a una computadora que la registra de manera muy exacta.

Una partícula eléctricamente neutra nunca deja una traza directamente, pero si sufre algún tipo de interacción que involucre partículas cargadas (bien porque colisionen con un átomo en el detector o porque se desintegren en otras partículas), entonces desde luego que pueden ser registradas. Además, realmente se coloca el aparato entre los polos de un fuerte imán. Esto hace que la trayectoria de las partículas se curve y de aquí se puede medir la velocidad de las partículas. Sin embargo, como la curva también depende de la masa de la partícula, es conveniente a veces medir también la velocidad de una forma diferente.

En un experimento de altas energías, la mayoría de las partículas no se mueven mucho más despacio que la velocidad de la luz. Durante su carta vida pueden llegar a viajar algunos centímetros y a partir de la longitud media de sus trazas se puede calcular su vida. Aunque las vidas comprendidas entre 10ˉ¹³ y 10ˉ²⁰ segundos son muy difíciles de medir directamente, se pueden determinar indirectamente midiendo las fuerzas por las que las partículas se pueden transformar en otras. Estas fuerzas son las responsables de la desintegración y, por lo tanto, conociéndolas se puede calcular la vida de las partículas, Así, con una pericia ilimitada los experimentadores han desarrollado todo un arsenal de técnicas para deducir hasta donde sea posible todas las propiedades de las partículas. En algunos de estos procedimientos ha sido extremadamente difícil alcanzar una precisión alta. Y, los datos y números que actualmente tenemos de cada una de las partículas conocidas, son los resultados acumulados durante muchísimos años de medidas  experimentales y de esa manera, se puede presentar una información que, si se valorara en horas de trabajo y coste de los proyectos, alcanzaría un precio descomunal pero, esa era, la única manera de ir conociendo las propiedades de los pequeños componentes de la materia.

Que la mayoría de las partículas tenga una vida media de 10ˉ⁸ segundos significa que son ¡extremadamente estables! La función de onda interna oscila más de 10²² veces/segundo. Este es el “latido natural de su corazón” con el cual se compara su vida. Estas ondas cuánticas pueden oscilar 10ˉ⁸ x 10²², que es 1¹⁴ o 100.000.000.000.000 veces antes de desintegrarse de una u otra manera. Podemos decir con toda la seguridad que la interacción responsable de tal desintegración es extremadamente débil.

centripetal centrifugal positive negative The examples that I just used are examples of spirals that we are able to see galaxies hurricanes subatomic particles shells but everything arround us each person each arom each planet or star all have electromagnetic fields arround them that we arent able to see in an ordinary

Aunque la vida de un neutrón sea mucho más larga (en promedio un cuarto de hora), su desintegración también se puede atribuir a la interacción débil. A propósito, algunos núcleos atómicos radiactivos también se desintegran por interacción débil, pero pueden necesitar millones e incluso miles de millones de años para ello. Esta amplia variación de vidas medias se puede explicar considerando la cantidad de energía que se libera en la desintegración. La energía se almacena en las masas de las partículas según  la bien conocida fórmula de Einstein E = Mc². Una desintegración sólo puede tener lugar si la masa total de todos los productos resultantes es menor que la masa de la partícula original. La diferencia entre ambas masas se invierte en energía de movimiento. Si la diferencia es grande, el proceso puede producirse muy rápidamente, pero a menudo la diferencia es tan pequeña que la desintegración puede durar minutos o incluso millones de años. Así, lo que determina la velocidad con la que las partículas se desintegran no es sólo la intensidad de la fuerza, sino también la cantidad de energía disponible.

Si no existiera la interacción débil, la mayoría de las partículas serían perfectamente estables. Sin embargo, la interacción por la que se desintegran las partículas π°, η y Σ° es la electromagnética. Se observará que estas partículas tienen una vida media mucho más corta, aparentemente, la interacción electromagnética es mucho más fuerte que la interacción débil.

Durante la década de 1950 y 1960 aparecieron tal enjambre de partículas que dio lugar a esa famosa anécdota de Fermi cuando dijo: “Si llego a adivinar esto me hubiera dedicado a la botánica.”

Si la vida de una partícula  es tan corta como 10ˉ²³ segundos, el proceso de desintegración tiene un efecto en la energía necesaria para producir las partículas ante de que se desintegre. Para explicar esto, comparemos la partícula con un diapasón que vibra en un determinado modo. Si la “fuerza de fricción” que tiende a eliminar este modo de vibración es fuerte, ésta puede afectar a la forma en la que el diapasón oscila, porque la altura, o la frecuencia de oscilación, está peor definida. Para una partícula elemental, esta frecuencia corresponde a su energía. El diapasón resonará con menor precisión; se ensancha su curva de resonancia. Dado que para esas partículas extremadamente inestable se miden curvas parecidas, a medida se las denomina resonancias. Sus vidas medias se pueden deducir directamente de la forma de sus curvas de resonancia.

Un ejemplo típico de una resonancia es la delta (∆), de la cual hay cuatro especies ∆ˉ, ∆⁰, ∆⁺ y ∆⁺⁺(esta última tiene doble carga eléctrica). Las masas de las deltas son casi iguales 1.230 MeV. Se desintegran por la interacción fuerte en un protón o un neutrón y un pión.

Existen tanto resonancias mesónicas como bariónicas . Las resonancias deltas son bariónicas. Las resonancias deltas son bariónicas. (También están las resonancias mesónicas rho, P).

Las resonancias parecen ser solamente una especie de versión excitada de los Hadrones estable. Son réplicas que rotan más rápidamente de lo normal o que vibran de diferente manera. Análogamente a lo que sucede cuando golpeamos un gong, que emite sonido mientras pierde energía hasta que finalmente cesa de vibrar, una resonancia termina su existencia emitiendo piones, según se transforma en una forma más estable de materia.

Por ejemplo, la desintegración de una resonancia ∆ (delta) que se desintegra por una interacción fuerte en un protón o neutrón y un pión, por ejemplo:

∆⁺⁺→р + π⁺;  ∆⁰→р + πˉ; o п+π⁰

En la desintegración de un neutrón, el exceso de energía-masa es sólo 0,7 MeV, que se puede invertir en poner en movimiento un protón, un electrón y un neutrino. Un Núcleo radiactivo generalmente tiene mucha menos energía a su disposición.

El estudio de los componentes de la materia tiene una larga historia en su haber, y, muchos son los logros conseguidos y muchos más los que nos quedan por conseguir, ya que, nuestros conocimientos de la masa y de la energía (materia), es aún limitado.

emilio silvera

Química: Alquímia y todavía más

Autor por Emilio Silvera    ~    Archivo Clasificado en Química    ~    Comentarios Comments (4)

RSS de la entrada Comentarios Trackback Suscribirse por correo a los comentarios

Antoine-Laurent Lavoisier (1743-1794) fue un financiero. Estableció un sistema de pesos y medidas que condujo al sistema métrico, vivió los primeros momentos turbulentos de la Revolución Francesa y fue pionero en la agricultura científica. Se casó con una jovencita de catorce años y fue decapitado durante el Terror. Se le ha llamado padre de la química moderna y, a lo largo de su atareada vida, sacó a Europa de las épocas oscuras de esta ciencia.

Una de las primeras aportaciones de Lavoisier surgió cuando éste hizo el experimento de hervir agua durante largos períodos de tiempo. En la Europa del siglo XVIII muchos científicos creían en la transmutación. Pensaban, por ejemplo, que el agua podía transmutarse en tierra, entre otras cosas. Entre las pruebas, la principal consistía en hervir agua en una cazuela: en la superficie interior se formaban residuos sólidos. Algunos científicos proclamaron que esto se debía a que el agua se convertía en un nuevo elemento. Robert Boyle, el gran físico y químico británico del siglo XVII  que llegó al apogeo de su actividad científica cien años antes que Lavoisier, creía en la transmutación. Después de observar cómo crecían las plantas absorbiendo agua, llegó a la conclusión—al igual que muchos antes que él—de que el agua podía transformarse en hojas, flores y bayas. Según dice el químico Harold Goldwhite, de la State University de California, en Los Ángeles, “ Boyle fue un activo alquimista ”.

Lavoisier observó que el peso era la clave y que las mediciones eran fundamentales. Puso agua destilada en un hervidor especial en forma de tetera llamado pelícano, un recipiente cerrado con una tapa esférica que tomaba el vapor del agua y lo devolvía a la base del recipiente por dos tubos parecidos a unas asas. Hirvió el agua durante 101 días y encontró un residuo considerable. Pesó l agua, el residuo y el pelícano. El agua pesaba exactamente lo mismo. El pelícano pesaba algo menos, una cantidad exactamente igual al peso del residuo. Por lo tanto, el residuo no era producto de una transmutación, sino parte del recipiente: vidrio disuelto, sílice y otras sustancias.

Como los científicos seguían creyendo que el agua era un elemento básico, Lavoisier realizó otro experimento crucial. Inventó un aparato con dos boquillas e hizo pasar distintos gases de la una a la otra, para ver que sucedía. Un día mezcló oxígeno con hidrógeno, esperando conseguir algún ácido. Lo que obtuvo fue agua. Filtró el agua a través de un cañón de escopeta lleno de anillos de hierro calientes, para hacer que ésta se descompusiera de nuevo en hidrógeno y oxígeno, confirmando así que ésta no era un elemento.

Lavoisier hizo mediciones de todo y observó que, cada vez que hacía este experimento, obtenía los mismos números. El agua siempre producía oxígeno e hidrógeno en una proporción de 8 a 1 en sus pesos. Lo que Lavoisier  vio fue que la naturaleza era estricta en cuanto al peso y la proporción. Los gramos o los kilos de materia no desparecían o aparecían de forma aleatoria: tomando las mismas proporciones de gases, éstos producían los mismos compuestos. La naturaleza era predecible…y, por consiguiente, maleable.

La antigua alquimia china, aproximadamente entre los años 300 y 200 a.C., giraba en torno al concepto de dos principios opuestos. Estos principios podían ser, por ejemplo, uno activo y otro pasivo, masculino y femenino, o Luna y Sol. Los alquimistas consideraban que la naturaleza tenía un equilibrio circular. Las sustancias podían transformarse de un principio en el otro y luego volver a su estado inicial.

Un ejemplo excelente es el del cinabrio, conocido actualmente en general como sulfuro de mercurio, un pesado mineral rojo que constituye la principal mena de mercurio. Utilizando el fuego, estos primeros alquimistas descomponían el cinabrio en mercurio y dióxido de azufre. Luego descubrieron que el mercurio se combinaba con azufre para formar una sustancia negra llamada metacinabrio, “que después, si se calienta una vez más, puede sublimarse volviendo a su estado original, el brillante cinabrio rojo”, según el historiador de la ciencia Wang Kuike. Tanto la calidad líquida del mercurio, como la transformación cíclica de cinabrio a mercurio y viceversa, daban a este elemento unas cualidades mágicas. Kuike llamaba al mercurio “huandan, un elixir regenerador transformado cíclicamente” asociado con la longevidad. Estos primitivos profesionales se familiarizaron con la idea de que era posible transformar las sustancias y luego cerrar el círculo haciendo que volvieran a su estado original. Llegaron a conocer las proporciones exactas de las cantidades de mercurio y azufre, así como las recetas para la duración e intensidad exactas del calentamiento requerido. Lo más importante, según Kuike, es que estas operaciones podían realizarse “sin la más mínima pérdida de peso total”.

Parece ser que los antiguos alquimistas chinos conocían de forma empírica la conservación de la masa mil quinientos años antes de los experimentos de Lavoisier. Este químico y sus precursores alquimistas descubrieron que en una reacción química el peso de los productos es igual al peso de los reactantes.

El texto alquimista más antiguo es el Ts´an T´ung Ch´i (Unificación de los tres principios) de Wei Po-Yang, escrito alrededor del año 140 d. C. Esta obra describe un experimento que muy probablemente es la reacción cinabrio-mercurio-azufre. Es difícil saberlo con seguridad porque los productos químicos que se echan al fuego reciben nombres metafóricos: Tigre Blanco (probablemente mercurio), Dragón Azul y Dragón Gris  (¿azufre?). Más importante es el recipiente que utilizaron:

                                        

                                                                                            A los lados (del aparato) está el recinto cerrado, que tiene la forma de un recipiente peng-hu. Está cerrado por todos los lados y su interior consta de una serie de laberintos que comunican unos con otros. La protección es tan completa que hacer retroceder todo esto es diabólico e indeseable…Como la Luna yaciendo sobre su espalda, así es la forma del horno y el recipiente. En el se calienta el Tigre Blanco. El Sol Mercurio es la perla que fluye, y con el, el Dragón Azul. El este y el oeste se fusionan, y el huen y el po [dos tipos de almas] se consuelan mutuamente…El pájaro Rojo es el espíritu de fuego y dispensa con justicia una victoria o una derrota. Al ascender el agua, se produce la victoria sobre el fuego.

Este recipiente se utiliza para fundir y sublimar varios y distintos metales. Aun siendo más complejo, es un instrumento similar al aplicado por Lavoisier, diseñado para “devolver” todos los productos con el fin de garantizar la conservación de la masa.

La Historia de la química, tanto occidental como no occidental, se desarrolla de forma contraria a la historia de la física. Esta última contiene gran abundancia de teoría, quedando la actividad experimental muy por detrás. En la química observamos una fascinación por el conocimiento empírico, por la experimentación con toda una variedad de sustancias (líquidos, sólidos, gases), utilizando todo tipo de métodos (el fuego, la ebullición, la destilación), pero sin un marco teórico sólido que guíe la experimentación. La imagen de película del científico de cabellera hirsuta metido en su laboratorio y mezclando el contenido de probetas llenas de productos químicos de colores brillantes no está muy lejos de la realidad. La química ha sido una ciencia de pruebas y tanteos. La teoría no siempre ha sido de máxima calidad.

El mundo occidental desarrolló una teoría coherente que predice qué elementos se combinan entre sí y cuáles no, y también por qué algunos compuestos son imposibles y otros no lo son y qué es exactamente lo que va a suceder cuando una sustancia química se combina con otra. Además de Lavoisier, hubo dos grandes pioneros en esta materia.

En 1869, en la Universidad de San Petersburgo, el científico nacido e Liberia Dimitri Mendeleiev no pudo encontrar un buen libro de texto de química para asignarlo a sus clases. Por consiguiente, se puso a escribir su propio libro. Como Lavoisier y los antiguos chinos, consideró la química como la “ciencia de la masa”. Era aficionado a hacer solitarios, por lo que escribió los símbolos de los elementos con sus pesos atómicos en unas fichas de cartulina, una para cada elemento, con la lista de sus diversas propiedades (por ejemplo, sodio: metal activo; cloro: gas reactivo).

Mendeleiev ordenó estas fichas en orden ascendente según el peso atómico de los elementos. Observó una periodicidad evidente (de aquí que se diga “tabla periódica de los elementos”, que es como llegó a llamarse este ordenamiento). Los elementos que tenían propiedades químicas similares estaban a una distancia de ocho fichas. El litio, el sodio y el potasio, por ejemplo, son todos aquellos metales activos (se combinan fuertemente con otros elementos, tales como el oxígeno y el cloro) y sus posiciones son 3, 11 y 19. El hidrógeno, el flúor y el cloro son gases activos y ocupan las posiciones 1, 9 y 17. Mendeleiev reorganizó las fichas en una tabla de ocho columnas verticales. Leyendo la tabla horizontalmente, los elementos que aparecían eran cada vez más pesados. Leyéndola verticalmente hacia abajo, los elementos de cada columna mostraban unas propiedades similares.

Mendeleiev no se sintió obligado a rellenar todas las casillas de la tabla, sabiendo que, como un solitario, algunas de las cartas estaban aún ocultas en el mazo. Si una casilla de la tabla pedía un elemento con unas propiedades especiales y tal elemento no existía, lo dejaba en blanco. Muchos ridiculizaron a Mendeleiev por dejar esos huecos en la tabla periódica. Sin embargo, pocos años más tarde, en 1875, se descubrió el galio y este encajó en el hueco situado bajo el aluminio., con todas las propiedades que su lugar en la tabla predecía. En 1886 se descubrió el germanio y éste encajó en el espacio situado bajo el silicio. Nadie se ha reído desde entonces. Mendeleiev nunca ganó el premio Nobel de química, aunque seguía vivo y elegible durante los primeros años de este premio. No obstante, tres químicos que descubrieron nuevos elementos para “llenar” los huecos si lo ganaron: William Ramsay, que descubrió el argón, el criptón, el neón y el xenón; Henri Moissan, por el descubrimiento del fluor, y Marie Curie por descubrir el radio y el polonio.

No podría explicar el motivo real de que ocurra así pero, cuando veo una Tabla Periódica, me quedo mirándola como fascinado de lo que allí está encerrado y del mensaje que nos comunica: Todos los elementos naturales del Universo están allí.

Si por mi fuese, la Tabla Periódica se expondría por todas partes, para que la gente se familiarizara con ella y con lo que nos dice. Es una desgracia que no sea así, ya que el verla de manera constante inculca, hasta en la mente más lenta, la importancia del número atómico, que coincide con el lugar que ocupa el elemento en la Tabla Periódica. Las impactantes diferencias cualitativas entre elementos –el carbono se parece poco al hidrógeno, lo mismo que el plomo al helio- son, a un  nivel básico, diferencias entre sus números atómicos, que actualmente equiparamos con la carga del núcleo.

El significado de la Tabla Periódica  y sus regularidades y pautas repetitivas siguió estando oculto hasta principios del siglo XX, cuando se hizo la disección del átomo y los físicos encontraron dentro electrones y un núcleo que contenía protones y neutrones que tienen en su núcleo y al número de electrones que zumban en torno a estos núcleos. A partir de todo esto comenzó a surgir lo que hoy se llama teoría cuántica.

Ya he dicho muchas veces en mis escritos que, en un artículo de ocho páginas que Max Planck escribió en 1.900, quedó sembrada la semilla para la teoría cuántica, allí nació el cuanto de acción de Planck que denominamos h. Sin embargo, no sería justo dar todo el mérito a Planck, otros también pusieron su empeño y su genio en llegar a conclusiones valiosas en ese universo de lo microscópico en lo más profundo de la materia.

Uno de los pioneros del apogeo cuántico (de 1900 a 1930) fue Wolfgang Pauli. Pauli no intentaba resolver el misterio de la Tabla Periódica; simplemente trataba de comprender el átomo. Este personaje era famoso por su cruel sentido del humor. Nadie se libraba. Cuando el famoso físico Victor Weisskopf, que entonces era ayudante de Pauli, le presentó los resultados de sus esfuerzos por desarrollar cierta teoría, Pauli dijo: “¡Bah!, esto ni siquiera es erróneo”. Pauli también envió una carta a Albert Einstein, decía Pauli, “este estudiante es bueno, pero no entiende claramente la diferencia entre las matemáticas y la física. Por otra parte, usted, querido maestro, hace tiempo que perdió la noción de estas diferencias.”

Aparte de que era un auténtico pedante, también era un auténtico gran físico, y, en 1924, Pauli anunció el principio de exclusión: no hay dos electrones que puedan ocupar el mismo estado cuántico. Este principio explicaba el orden de los elementos de la Tabla de Mendeleiev y, además, por qué podemos utilizarla para predecir que elementos pueden combinarse con cuáles y cómo. No entraré aquí en detalle de lo que es un estado cuántico. Baste decir que el principio de exclusión de Pauli limita el número de electrones en lo que actualmente llamamos las “capas” [o niveles de energía] de cada átomo: dos electrones en el primer nivel, ocho en el segundo, dieciocho en el tercero, y así sucesivamente. El átomo de hidrógeno, por ejemplo, no tiene más que un protón en su núcleo. Para equilibrar esta carga positiva única necesitamos un electrón (carga negativa), que ocupa en su órbita el nivel más bajo de energía. El siguiente en la Tabla es el helio. Su núcleo tiene dos cargas positivas, por lo que necesitamos dos electrones, que, según el principio de Pauli, encajan ambos en el primer nivel…

 ¡Qué bonito es saber!

Un largo recorrido

Autor por Emilio Silvera    ~    Archivo Clasificado en La Mente - Filosofía    ~    Comentarios Comments (3)

RSS de la entrada Comentarios Trackback Suscribirse por correo a los comentarios

Hace unos veinte millones de años, durante el Mioceno, la Tierra vivió unas condiciones climáticas paradisíacas.  Los casquetes polares, con una emplazamiento distinto del actual, apenas eran una pequeñas manchas de hielo; el nivel de los mares era mucho más elevado que en la actualidad, y la mayor parte de los lugares que ahora ocupan las ciudades y las playas en las que pasamos las vacaciones estaban cubiertos por los océanos.  El agua del mar era como la que hoy podemos encontrar en los trópicos.  El mundo de finales del Mioceno era, por lo tanto, un mundo muy diferente del nuestro: con distintos olores, con extraños sonidos y ni siquiera el cielo de hace veinte millones de años era parecido al que hoy podemos contemplar en una noche cualquiera.  Las constelaciones de estrellas eran de otras formas y mostraban configuraciones distintas de las que ahora están allá arriba.  Muchas de las estrellas que hoy admiramos en las noches de cielo despejado aún no habían aparecido y otras que entonces brillaban ya no existen.

Pongo este ejemplo de algo que conozco para mostrar los cambios irreversibles que se producen a medida que avanza la línea del tiempo.  Al igual que se produjeron en nuestro mundo, se producirán en nuestros conocimientos, nuestro nivel de conciencia también, de manera irreversible, evoluciona.  A medida que a nuestro cerebro llegan nuevos datos sobre cuestiones muy diversas, éste los va reciclando, ordenándolos, interrelacionándolos y finalmente clasificándolos de manera tal que, los tiene dispuestos para conectarlos a nuevos datos y nuevas informaciones que, por distintos medios, naturales o artificiales aparecen para sumarse a las que ya existen, y de esta forma, hemos ido avanzando, desde aquella materia “inerte” a la materia compleja y pensante que somos los seres vivos inteligentes.

    Pero en el ejemplo que antes puse de hace veinte millones de años, nuestros antepasados más cercanos ni habían aparecido.  Más tarde, interminables selvas húmedas estaban pobladas por una vegetación exuberante, por plantas y árboles gigantescos, cuajadas de una interminable variedad de especies vegetales que embriagaban el aire caliente y húmedo con mil aromas.  Pululaban y bullían en ellas miles de insectos diferentes y las habitaban reptiles diversos, desde pequeñas lagartijas hasta gigantescas serpientes.  Los dinosaurios habían desaparecido muchos millones de años antes y, en su lugar, numerosas aves y mamíferos vegetarianos se alimentaban de los inagotables recursos que ofrecían los bosques.  Una muchedumbre de depredadores prosperaba alimentándose de los herbívoros, bien alimentados y abundantes.

En aquellas selvas, los simios se encontraban en su paraíso.  Las condicione climatológicas eran las más adecuadas: siempre reinaba la misma temperatura cálida, y la lluvia que con frecuencia caía, era también caliente. Apenas tenían enemigos peligrosos, ya que, ante la menor amenaza, en dos saltos estaban en refugio seguro entre las ramas de los árboles, hasta donde ningún depredador podía perseguirles. En este escenario, en el que había poco riesgo, alimentos abundantes y las condiciones más favorables para la reproducción, surgieron nuestros antepasados.

Hace unos cinco millones de años, a comienzos del Pleistoceno, el período que siguió al Mioceno, en los bosques que entonces ocupaban África oriental, más concretamente en la zona correspondiente a lo que hoy es Kenia, Etiopía y Nigeria, habitaba una estirpe muy especial de monos hominoideos: Los Ardipithecus ramidus. Éstos, como el resto de primates, estaban adaptados a vivir en zonas geográficas en las que no existían variaciones estacionales. Porque los monos, en general, no pueden soportar largos periodos en los que no haya frutas, hojas verdes, tallos, brotes tiernos o insectos de los que alimentarse: por eso solo viven en zonas tropicales, salvo muy contadas excepciones.

Los fósiles de quien hoy se considera uno de nuestros primeros antepasados, el Ardipithecus ramidus, han aparecido siempre junto a huesos de otros mamíferos cuya vida estaba ligada al bosque.  Se puede suponer, por lo tanto, que habitaba un bosque que aún era espeso, con algunos claros, y abundante en frutas y vegetales blandos, aunque el enfriamiento progresivo que se venía produciendo en esos últimos miles de años y las catastróficas modificaciones geológicas tuvieron que reducir la disponibilidad de los alimentos habituales de estos simios.

El Ardipithecus ramidus no abandonaba nunca sus selvas.  Como los monos antropomorfos de hoy, debía tratarse de una especie muy poco tolerante a los cambios ambientales.   Todo apunta a que se auto-confinaban en la búsqueda de la comodidad fresca y húmeda y la fácil subsistencia que les proporcionaba sus bosques y nunca traspasaban los límites: en la linde se encontraba, para él, el fin del mundo, la muerte.

Estos antepasados nuestros son, de entre todos los homínidos fósiles, los que más se parecen a los monos antropomorfos que viven en la actualidad.  Su cerebro era como el de un chimpancé actual: de una capacidad de 400 cm3 aproximadamente.  Sus condiciones físicas estaban totalmente adaptadas al medio, con piel cubierta de pelo fuerte y espeso, impermeable, adaptadas al clima lluvioso y la humedad ambiental, en donde el sudor era totalmente ineficaz para refrigerar el cuerpo.

El equipo sensorial de estos antepasados nuestros debía de ser como el de todos los primates.  Predominaba el sentido de la vista más que el del olfato: en el bosque, el hecho de ver bien es más importante que el de tener una gran capacidad olfativa.  Una buena visión de los colores les permitía detectar las frutas multicolores en las umbrías bóvedas de la selva.  El sentido del oído tampoco debía de estar muy desarrollado: contaban con orejas de pabellones pequeños que no tenían la posibilidad de modificar su orientación.  En cambio, poseían un refinado sentido del gusto, ya que en su dieta tenían cabida muchos sabores diferentes; de ahí deriva el hecho de que cuando nos resfriamos y tenemos la nariz atascada los alimentos pierdan su sabor.

A pesar de su escasa capacidad cerebral, es posible que en ocasiones se sirviera de algún utensilio, como alguna rama para defenderse, y de un palito para extraer insectos de sus escondites, y hasta utilizara piedras para partir semillas. El uso de estas herramientas no era premeditado, sino que acudían a él de manera instintiva en el momento que lo necesitaban y luego no conservaba el utensilio, sencillamente los abandonaban para buscar otro nuevo en la próxima ocasión.

Con el paso de los años fueron evolucionando y transformándose físicamente, perdiendo sus enormes colmillos, el pelo, la forma simiesca de desplazarse.  El cambio climático introdujo una modificación ecológica y trajeron dificultades para encontrar alimentos lo que hizo que los individuos de esa especie de simios estuvieran permanentemente amenazados de muerte.  En consecuencia, las ventajas genéticas de adaptación al medio les trajeron variaciones como la ya mencionada reducción de los caninos, se convertían en algo decisivo para que llegaran a hacerse adultos con un óptimo desarrollo y que se reprodujeran más y con mayor eficacia.

La existencia dejó de ser idílica para estar rodeada de riesgos que, constantemente, amenazaban sus vidas por los peligrosos depredadores que acechaban desde el cielo, desde el suelo o desde las propias ramas de los árboles en los que el Ardipithecus ramidus pasaba la totalidad de su existencia.

Pasaron un par de millones de años, el planeta continuó evolucionando junto con sus pobladores y, según los indicios encontrados en las sabanas del este de África,  allí vivieron unos homínidos que tenían el aspecto y el cerebro de un chimpancé de hoy.  Caminaban sobre dos pies con soltura, aunque sus brazos largos sugieren que no despreciaban la vida arbórea; eran los Australopithecus.  De una hembra de Austrolopithecus aferensis que se paseaba por la actual Etiopía hace tres millones de años poseemos un esqueleto completo: Lucy.

Sabemos que la selección natural sólo puede producirse si hay variación.  La variación supone que los descendientes, si bien pueden tener muchos caracteres comunes con sus padres, nunca son idénticos a ellos.  La selección natural actúa sobre estas variaciones favoreciendo unas y eliminando otras, según si proporcionan o no ventajas para la reproducción; las que sobreviven y se reproducen son las que están mejor dotadas y mejor se adaptan al entorno.  Estas variaciones vienen dadas por mutación (inapreciable en su momento) y por recombinación de genes y mezclas enriquecedoras de la especie.  Ambos procesos, en realidad se rigen exclusivamente por el azar, es decir, ocurren independientemente de que los resultados sean o no beneficiosos para los individuos, cuando se producen.

Los cambios ecológicos y climáticos progresivos, junto con la aparición casual de unas afortunadas mutaciones, permitieron que unos simios como los antes mencionados Ardipithecus ramidus se transformaran a lo largo de miles de años en los Australopithecus afarensis.  El segundo peldaño en la escalera de la evolución del hombre se había superado: la bipedestación.  Esta ventaja evolutiva les permitió adaptarse a sus nuevas condiciones ambientales, no solo proporcionándoles una mayor movilidad por el suelo, sino liberando sus manos para poder acarrear alimentos y consumirlos en un lugar seguro. Hay que tener en cuenta que, al desplazarse erguidos, estos homínidos regulaban mejor su temperatura corporal en las sabanas ardientes porque exponían menos superficie corporal al sol abrasador.  También podían percibir con mayor antelación el peligro.  Por supuesto, estos cambios positivos, también incidieron en el despetar de sus sentidos.

Correr para salvarse desarrolló sus pulmones y el corazón, los peligros y la necesidad agudizó su ingenio y su mente se fue desarrollando, apareció la extrañeza por lo desconocido, lo que mucho más tarde sería curiosidad.

El tiempo siguió transcurriendo miles de años, los siglos se amontonaban unos encima de otros, cientos de miles de años hasta llegar al año 1.500.000 antes de nuestra era, y seguiremos en África.

Al iniciar la época denominada Pleistoceno, hace un millón ochocientos mil años, el mundo entró en un periodo aún más frío que los anteriores en el que comenzaban a sucederse una serie de periodos glaciales, separados por fases interglaciares más o menos largas.  Cerca de los polos de la Tierra, los periodos glaciales ocasionaron la acumulación de espesas capas de hielo a lo largo de los miles de años en que persistió el frío más intenso; luego, en los miles de años siguientes que coincidieron con una fase más calida, los hielos remitieron algo, aunque no desaparecieron por completo.

En las latitudes más bajas, como en el este africano, la mayor aridez del clima favoreció que prosperara un tipo de vegetación hasta entonces desconocido, más propio de las zonas desérticas.  También se incrementaron las sabanas de pastos, casi desprovistas de árboles, semejantes a las praderas, las estepas o las pampas actuales.

A lo largo del millón y medio de años transcurridos desde que Lucy se paseaba por África habían surgido numerosas especies de homínidos, algunas de las cuales prosperaron durante cientos de miles de años y luego desaparecieron.

Por aquellos tiempos habitaba la zona del este de África el primer representante del género Homo:

El Homo habilis, un antecesor mucho más próximo a nosotros que cualquiera de las anteriores especies, con una capacidad craneal de entre 600 y 800 cm3 y que ya era capaz de fabricar utensilios de piedra, aunque muy toscos.  Es conveniente tener en cuenta que la aparición de una nueva especie no tiene por qué coincidir necesariamente con la extinción de la precedente.  En realidad, muchas de estas especies llegaron a convivir durante miles de años.

Las peripecias de estos personajes por sobrevivir llenarían varios miles de comentarios como este y, desde luego, no es ese el motivo de lo que aquí queremos explicar, más centrado en hacer un repaso desde los orígenes de nuestros comienzos hasta nuestros días y ver que la evolución del conocimiento es imparable, desde las ramas de los árboles y los gruñidos, hemos llegado hasta la Mecánica Cuántica y la Relatividad General que, mediante sofisticadas matemáticas nos explican el mundo en el que vivimos, el Universo al que pertenecemos, y las fuerzas que todo lo rigen para crear la materia.

Pero continuemos.  En dos millones de años de evolución se dobló el volumen cerebral desde los 450 cm3 del Australopithecus aferensis hace cuatro millones de años hasta los 900 cm3 del Homo ergaster.  Es un misterio cómo se llegó a desarrollar nuestro cerebro con una capacidad de 1.300 cm3 y una complejidad estructural tan sorprendente como se comentaba en las primeras páginas de este trabajo.

Pero también resulta un misterio cómo fue posible que nuestro cerebro evolucionara a la velocidad a la que lo hizo: en apenas tres millones de años el volumen cerebral pasó de 450 a 1.300 cm3.  Esto representa un crecimiento de casi 30 mm3 por siglo de evolución.  Si consideremos una duración media de treinta años para cada generación, han pasado unas cien mil generaciones desde Lucy hasta nosotros, lo que supone un crecimiento medio de 9 mm3 de encéfalo por cada generación.

El aumento del volumen del cerebro es una especialización como la de cualquier otro órgano, y la selección natural favoreció el crecimiento encefálico porque proporcionó ventajas de supervivencias y reproducción en el nicho ecológico de los homínidos.  Tradicionalmente, a la hora de abordar la cuestión de la evolución del cerebro se plantean grandes cuestione: ¿Para qué necesitaron nuestros antecesores un cerebro grande? ¿Por qué la evolución desarrolló una estructura que permite sembrar una huerta, componer una sinfonía, escribir una poesía o inventar un tensor métrico que nos permita operar con dimensiones más altas curvas del espacio?

Estas y otras muchas preguntas, nunca tienen una respuesta científica convincente.  Eso sí, sabemos que nuestro cerebro es un lujo evolutivo, la herramienta más delicada, compleja y precisa jamás creada en la biología.

El cerebro es un órgano que consume mucha energía y posee una elevada actividad metabólica.  El cerebro humano tiene una actividad metabólica varias veces mayor de lo esperado para un primate de nuestro mismo peso corporal: consume entre un veinte y un veinticinco por 100 del gasto energético en reposo (metabolismo basal), en comparación con el ocho a diez por 100 de consumo energético para los primates.  Además, el cerebro es exquisito y muy caprichoso en cuanto al combustible que utiliza para producir energía; no le sirve cualquier cosa.  En situaciones normales el cerebro sólo consume glucosa y utiliza 100 gr. de este azúcar cada día, la cual procede de los hidratos de carbono ingeridos con los alimentos vegetales.  Sólo en casos de extrema necesidad, por ejemplo cuando llevamos varios días sin comer hidratos de carbono, el cerebro recurre a su combustible alternativo, un sucedáneo, que son los cuerpos cetónicos que proceden de las grasas.

A causa de estas peculiaridades metabólicas del tejido cerebral, su funcionamiento entraña un importante consumo de recursos y gasta una notable cantidad de combustible metabólico.  Estos valores aumentan si consideramos el precio del desarrollo del cerebro; el cerebro de un recién nacido representa el doce por 100 del peso corporal y consume alrededor del sesenta por 100 de la energía del lactante.  Una gran parte de la leche que mama un niño se utiliza para mantener y desarrollar su cerebro.

Los ladrillos del cerebro: Es evidente que el estímulo para la expansión evolutiva del cerebro obedeció a diversas necesidades de adaptación como puede ser el incremento de la complejidad social de los grupos de homínidos y de sus relaciones interpersonales, así como la necesidad de pensar para buscar soluciones a problemas surgidos por la implantación de sociedades más modernas cada vez.  Estas y otras muchas razones fueron las claves para que la selección natural incrementara ese prodigioso universo que es el cerebro humano.

Claro que, para levantar cualquier edificio, además de un estímulo para hacerlo se necesitan los ladrillos específicos con las que construirlo y la energía con la que mantenerlo funcionando.

La evolución rápida del cerebro no solo requirió alimentos de una elevada densidad energética y abundantes proteínas, vitaminas y minerales; el crecimiento del cerebro necesitó de otro elemento fundamental:

Un aporte adecuado de ácidos grasos poliinsaturados de larga cadena, que son componentes fundamentales de las membranas de las neuronas, las células que hacen funcionar nuestro cerebro.

Nuestro organismo, como ya he señalado, es incapaz de sintetizar en el hígado suficiente cantidad de estos ácidos grasos; tiene que conseguirlos mediante la alimentación.  Estos ácidos grasos son abundantes en los animales y en especial en los alimentos de origen acuático (peces, moluscos, crustáceos).   Por ello, algunos especialistas consideran que la evolución del cerebro no pudo ocurrir en cualquier parte del mundo y, por lo tanto, requirió un entorno donde existiera una abundancia de estos ácidos grasos en la dieta: un entorno acuático.

El cerebro humano contiene 600 gramos de estos lípidos tan especiales imprescindibles para su función.  Entre estos lípidos destacan los ácidos grasos araquidónico (AA, 20:4 W-6) y docosahexaenoico (D H A, 22:6 W-3); entre los dos constituyen el noventa por 100 de todos los ácidos grasos poliinsaturados de larga cadena en el cerebro humano y en el resto de los mamíferos.

Una buena provisión de estos ácidos grasos es tan importante que cualquier deficiencia dentro del útero o durante la infancia puede producir fallos en el desarrollo cerebral.

El entorno geográfico del este de África donde evolucionaron nuestros ancestros proporcionó una fuente única nutricional, abundante de estos ácidos grasos esenciales para el desarrollo cerebral.  Esta es otra de las circunstancias extraordinarias que favoreció nuestra evolución.

Las evidencias fósiles indican que el género Homo surgió en un entorno ecológico único, como es el formado por los numerosos lagos que llenan las depresiones del valle del Rift, el cual, en conjunto y desde un punto de vista geológico, es considerado un “protoocéano”.  El área geográfica formada por el mar Rojo, el golfo de Adén y los grandes lagos del Rift forman lo que en geología se conoce como “océano fallido”.  Son grandes lagos algunos de una gran profundidad (el lago Malwi tiene 1.500 metros y el lago Tanganika 600 m.) y de una enorme extensión (el lago Victoria, de casi 70.000 km2, es el mayor lago tropical del mundo).  Se llenaban, como hacen hoy, del agua de los numerosos ríos que desembocan en ellos; por eso sus niveles varían según las condiciones climatológicas regionales y estaciónales.

Muchos de estos lagos son alcalinos debido al intenso volcanismo de la zona.  Son abundantes en peces, moluscos y crustáceos que tienen proporciones de lípidos poliinsaturados de larga cadena muy similares a los que componen el cerebro humano.  Este entorno, en el que la especie Homo evolucionó durante al menos dos millones de años, proporcionó a nuestros ancestros una excelente fuente de proteínas de elevada calidad biológica y de ácidos grasos poliinsaturados de larga cadena, una combinación ideal para hacer crecer el cerebro.

Ésta es otra de las razones en las que se apoyan algunos para sugerir que nuestros antecesores se adaptaron durante algunos cientos de miles de años a un entorno litoral, posiblemente una vida lacustre, en el “océano fallido” de los grandes lagos africanos y que nuestra abundante capa de grasa subcutánea es la prueba de esta circunstancia de nuestra evolución.

La realidad es que este entorno lacustre proporcionó abundantes alimentos procedentes del agua, ricos en proteínas de buena calidad y en ácidos grasos poliinsaturados.  Estos alimentos completaban la carroña incierta o la caza casi imposible.  Durante cientos de miles de años evolucionaron los homínidos en este entorno entre la sabana ardiente y las extensiones interminables de aguas someras por las que vagaban los clanes de nuestros antepasados chapoteando a lo largo de kilómetros en busca de alimento.  Este entorno único no solo garantizó los nutrientes necesarios para desarrollar el cerebro, sino que aceleró numerosos cambios evolutivos que confluirían en el Homo sapiens.

Nuestra especie es muy homogénea en sus características: somos muy similares a pesar de lo que pudiera parecer a causa de las diferencias del color en la piel o en los rasgos faciales de las diferentes poblaciones.  Tanto los datos de la genética homo los de la paleantropología muestran que los seres humanos, como especie, procedemos de un grupo pequeño de antepasados que vivían en África hace unos cuatrocientos mil años.

Hemos logrado determinar con precisión nuestros orígenes como especie mediante precisos análisis genéticos; por ejemplo, los estudios llevados a cabo sobre los genes de las mitocondrias pertenecientes a individuos de todas las poblaciones del mundo y de todas las razas.

Estudiando el A D N mitocondrial de miles de personas se ha llegado a formular la llamada “Teoría de la Eva Negra”, según la cual todos nosotros, los Homo sapiens, procedemos de una hembra que vivió en algún lugar de África hace ahora unos tres cientos mil años.  Otros estudios se han realizado mediante el análisis del polimorfismo del cromosoma Y.

Pero tanto unos estudios como otros han dado el resultado similar.  Los estudios del material genético del cromosoma Y confirman que la Humanidad tuvo un antepasado varón que vivió en África hace unos doscientos mil años.  Seria la “Teoría del Adán Negro”.  Estudios del Gen de la hemoglobina ratifican que todas las poblaciones humanas modernas derivan de una población ancestral africana de hace unos doscientos mil años compuesta por unos seiscientos individuos.

Los hallazgos paleoantropológicos ratifican el origen único y africano de nuestra especie.  Se han encontrado en diversa regiones de África algunos fósiles, de características humanas modernas, con una antigüedad de entre tres cientos mil y cien mil años; estos incluyen: el cráneo de kabwe (en Zambia), de 1.285 c.c.; el fósil KNM-ER-3834 del lago Turkan, en Kenia, de casi litro y medio; los fósiles encontrados en los yacimientos de Border Cave y Klassies River Mouth, de África del sur; y los esqueletos y cráneos encontrados en los enterramientos de la Cueva de Qafzeh y del abrigo de Skhul, ambos en Israel y datados en unos cien mil años.

En 1.968 se descubrieron en Dordoña el cráneo y el esqueleto de uno de nuestros antepasados, al que se denominó Hombre de Cro-Magnon.  Hoy sabemos que hace unos cuarenta mil años aparecieron en Europa unos inmigrantes de origen africano, que eran los primeros representantes de la especie Homo sapiens sapiens que alcanzaban estos territorios.  Llegaron con unas armas terribles e innovadoras, conocían el modo de dominar el fuego y poseían una compleja organización social; y por lo que se refiere a las otras especies de homínidos que habitaban por aquel entonces Europa, concretamente los Homo neandertales, al parecer, los eliminaron por completo.

Los cromañones poseían las características de los pobladores de las regiones próximas al ecuador: poco macizos, muy altos y de brazos y piernas largas; sus huesos eran muy livianos por aumento del canal medular, dentro de la diáfisis.  Los huesos que formaban las paredes del cráneo eran más finos, que los de sus predecesores.  Habían sufrido una reducción de la masa muscular.  El desarrollo de armas que podían matar a distancia con eficacia y sin requerir gran esfuerzo, como los propulsores, las hondas y, más tarde, el arco y las flechas, hicieron innecesarias una excesiva robustez.  En general, eran muy parecidos a nosotros y, hasta tal punto es así que, si cogiéramos a uno de estos individuos, lo lleváramos a la peluquería, le pusiéramos un buen traje, y lo sacáramos de paseo, se confundiría con el resto de la gente sin llamar a atención.

Llegados a este punto, no merece la pena relatar aquí las costumbres y forma de vida de esas poblaciones que, en tantos y tantos escritos hemos podido leer y conocemos perfectamente.  El objeto de todo esto era esbozar un perfil de lo que fuimos, de manera que dejemos ante nosotros la evolución por la que hemos pasado  hasta llegar aquí, y, a partir de ahora, pensar en la evolución que nos queda hasta convertirnos en los seres del futuro que, seguramente, regirán en el Universo.

En todo esto que estamos tratando, tenemos que luchar con dos problemas enormes:

  1. Nuestra ignorancia
  2. La existencia o no existencia de Dios

Está claro que, el punto uno, se va resolviendo poco a poco, a medida que transcurren los siglos y vamos avanzando en los conocimientos del mundo y del Universo que nos acoge.  También, algo más despacio, conocemos de nosotros mismos, de las sensaciones que percibimos y de las fuerzas internas que nos empujan a ciertos comportamientos, no pocas veces inexplicables.  ¿Cómo podríamos explicar el comportamiento de un enamorado?  Para bien o para mal, los sentimientos son los que nos mueven.

Richard Dawkins, biólogo y evolucionista británico ha publicado un libro que ha titulado Es espejismo de Dios, en el que pretende demostrar científicamente que el Sumo Creador es una pura ficción de la mente Humana y, refuta de manera sistemática los argumentos teológicos clásicos de San Anselmo, San Agustín, y Santo Tomás, exponiendo en contra la tesis más sencilla y coherente para explicar el surgir de alas en los pájaros, aletas en los peces y la misma vista, dejando las creencias religiosas o viejos sentimientos y creencias tribales nacidas desde la ignorancia y el miedo a lo desconocido.

¡Pobre Sr. Dawkins! no sabe en el lío que se ha metido.

En fin, el tema sería mucho más largo y, lo debo dejar aquí de momento.

emilio silvera