May
31
Nuestro Planeta: ¡Es tan complejo!
por Emilio Silvera ~ Clasificado en La Tierra y su energía ~ Comments (0)
Nuestro planeta, como nosotros mismos, es agua y luz
La biosfera y la hidrosfera están estrechamente relacionadas: el agua es el elemento esencial de todas las formas de vida, y la distribución del agua en el planeta (es decir, los límites de la hidrosfera) condiciona directamente la distribución de los organismos (los límites de la biosfera). El término biosfera, de reciente creación, indica el conjunto de zonas de la Tierra donde hay vida, y se circunscribe a una estrecha región de unos 20 Km de altura comprendida entre las cimas montañosas más elevadas y los fondos oceánicos más profundos. Sólo pueden hallarse formas de vida en la biosfera, donde las condiciones de temperatura, presión y humedad son adecuadas para las más diversas formas orgánicas de la Tierra.
En lo más hondo. Entorno de la sima Krubera en la que se halló el artrópodo.-DENIS PROVALOV
Un equipo de espeleólogos y científicos españoles ha sacado de las entrañas de la tierra al animal que vive a mayor profundidad del mundo. Se trata de una nueva especie de artrópodo de seis patas y color blanquecino hallado a casi dos kilómetros bajo tierra. organismo milimétrico supone una sorpresa monumental, ya que casi ningún científico esperaba encontrar nada vivo en un lugar tan inaccesible.
Obviamente, las fronteras de dicha “esfera” son elásticas y su extensión coincide con la de la hidrosfera; se superpone a las capas más bajas de la atmósfera y a las superficiales de la litosfera, donde se sumerge, como máximo, unos 2 Km. Sin embargo, si por biosfera se entiende la zona en la que hay vida así como la parte inorgánica indispensable para la vida, deberíamos incluir en este concepto toda la atmósfera, sin cuyo “escudo” contra las radiaciones más fuertes no existiría ningún tipo de vida; o la corteza terrestre entera y las zonas superiores del manto, sin las cuales no existiría la actividad volcánica, que resulta necesaria para enriquecer el suelo con nuevas sustancias minerales.
Por tanto, la biosfera es un ecosistema tan grande como el planeta Tierra y en continua modificación por causas naturales y (desgraciadamente) artificiales.
Las modificaciones naturales se producen a escalas temporales muy variables: en tiempos larguísimos determinados por la evolución astronómica y geológica, que influyen decididamente en las características climáticas de los distintos ambientes (por ejemplo, durante las glaciaciones), o en tiempos más breves, relacionados con cambios climáticos desencadenados por sucesos geológicos-atmosféricos imprevistos (por ejemplo, la erupción de un volcán, que expulsa a la atmósfera grandes cantidades de cenizas capaces de modificar el clima de extensas áreas durante periodos considerables).
Estos sucesos naturales van transformando el pasisaje y nos trae cambios y nueva vida
En cambio, las modificaciones artificiales debidas a la actividad humana tienen efectos rápidos: la deforestación producida en África por las campañas de conquista romanas contribuyó a acelerar la desertificación del Sahara, como tampoco hay duda de que la actividad industrial de los últimos siglos determina modificaciones dramáticas y repentinas en los equilibrios biológicos.
La biosfera es el punto de encuentro entre las diversas “esferas” en las que se subdivide la Tierra: está surcada por un flujo continuo de energía procedente tanto del interior del planeta como del exterior, y se caracteriza por el intercambio continuo de materia, en un ciclo incesante que une todos los entornos.
Muchas son las criaturas de especies ditintas que enriquecen la diversidad de la vida en la Tierra
Pero no por esta razón hay vida por todas partes, pues la vida requiere condiciones particulares e imprescindibles. Existen determinados elementos físicos y químicos que “limitan” el desarrollo de la vida. La presencia y disponibilidad de agua es el primero y el más importante. El agua es el disolvente universal para la química de la vida; es el componente primario de todos los organismos y sin agua la vida es inconcebible (Tales de Mileto fue el primero en darse cuenta de ello). Pero no sólo es eso: al pasar del estado sólido al líquido y al gaseoso y viceversa, el agua mantiene el “efecto invernadero natural”, capaz de conservar la temperatura del planeta dentro de los niveles compatibles con la vida (es decir, poco por debajo de los 0º C y poco por encima de los 40º C).
La presión, que no deberá superar mucho el kilogramo por centímetro cuadrado (como sucede alrededor de los 10 m de profundidad en el mar), así como una amplia disponibilidad de sales minerales y de luz solar (indispensable – como expliqué antes – para la vida de las plantas) son también factores que marcan las posibilidades de vida.
Está claro que se nos ha dado un lugar privilegiado, que reúne todas y cada una de las condiciones excepcionales para la vida, y somos tan ignorantes que aún siendo un bien escaso (en nuestro enorme Sistema Solar, parece que el único), nos lo queremos cargar. Pero sin querer, me marcho por las ramas y me desvío del tema principal, la evolución por la energía, y como está directamente implicada, hablemos un poco de nuestra casa.
El planeta Tierra
Las fuerzas que actúan sobre la Tierra, como planeta en el espacio, tiene profundas implicaciones energéticas. La gravitación ordena y orienta, y obstaculiza y facilita los flujos de energía cinética. La rotación genera la fuerza centrífuga y la de Coriolis: la primera achata el planeta por los polos ensanchándolo por el ecuador, y la segunda desvía los vientos y las corrientes de los océanos (a la derecha del hemisferio norte y a la izquierda en el hemisferio sur). La rotación es también la causa de los ritmos diarios de las plantas y animales, y de la desaceleración de la Tierra, que alarga el día un promedio de 1’5 ms cada siglo, lo que representa una pérdida de tres teravatios por fricción de mareas.
Pero ni la gravitación ni la rotación (fricción) hacen de la Tierra un planeta único entre los cuerpos celestes de nuestro entorno. Su exclusividad procede de sus propiedades térmicas internas, que causan los ciclos geotectónicos que modifican la superficie, y de su atmósfera, océanos y plantas que transforman la radiación solar que reciben. Los orígenes de estos procesos no están claros. Sin embargo, sabemos que todos esos complejos fenómenos y circuntancias han dado vía libre a la aparición de la vida.
Un disco proto planetario como este pudo formar nuestro sistema solar a partir de la Nebulosa
Podemos fijar la edad de la Tierra en algo más de los 4.000 millones de años por la desintegración de los isótopos radiactivos, pero poco podemos asegurar sobre la formación del planeta o sobre la energética de la Tierra primitiva. Sobre el tema circulan varias teorías, y es muy plausible que el origen del Sistema Solar planetario fuera una nube interestelar densa en la que el Sol se formó por una inestabilidad gravitatoria y que la posterior aglomeración del resto de esta materia dispersa, que giraba a distintas distancias, a su alrededor, diera lugar a los planetas. No está claro si al principio la Tierra estaba extremadamente caliente o relativamente fría. Me inclino por lo primero y estimo que el enfriamiento fue gradual con los cambios de atmósferas y la creación de los océanos.
Las incertidumbres geológicas básicas se extienden hasta el presente. Diferentes respuestas a cuestiones como la cantidad de 40K en el núcleo terrestre o sobre la convección del magma en el manto (hay una o dos celdas) dan lugar a diferentes explicaciones para el flujo de calor y la geotectónica de la Tierra. Lo que sí está claro es que el flujo interno de calor, menos de 100 mW/m2, tiene un efecto pequeño comparado con la reflexión, absorción y emisión de la radiación solar.
El balance de la radiación terrestre (Rp) en la capa alta de la atmósfera es la suma de la radiancia extraterrestre (la constante sola Q0) reducida por el albedo planetario y el flujo saliente de larga longitud de onda (Qi): Rp = Q0(1-ap) + Qi = 0. El flujo emitido es igual a la suma de la radiación atmosférica y la terrestre: Qi = Qea + Qes. Los balances de la radiación en la atmósfera (Ra) y en la superficie de la Tierra (Rs) son iguales, respectivamente, a la diferencia entre la correspondiente absorción y emisión: Ra = Qaa + Qea y Rs = Qas + Qes, de manera que Rp = Ra + Rs = 0. Hay que continuar explicando la radiación saliente con los flujos irradiados y emitidos por la superficie terrestre, el flujo de radiación medio absorbida, etc., etc., etc., con una ingente reseña de símbolos y tedioso esquemas que, a mi parecer, no son legibles para el lector normal y no versado en estos conocimientos. Así que, aunque sea mutilar el trabajo, desisto de continuar por ese camino y prosigo por senderos más amenos y sugestivos para el lector.
La fuente más importante del calentamiento atmosférico proviene de la radiación terrestre de longitud de onda larga, porque el flujo de calor latente es una contribución secundaria y el flujo de calor sensible sólo es importante en las regiones áridas donde no hay suficiente agua para la evaporación. Los océanos y los continentes también reciben indirectamente, irradiadas por la atmósfera, la mayor parte de su calor en forma de emisiones de longitudes de onda larga (4 – 50 μm). En este flujo de radiación reenviado hacia la superficie terrestre por los gases invernadero, domina a la radiación del vapor de agua, que con una concentración variable, emite entre 150 y 300 W/m2, y al que también contribuye el CO2 con unos 75 W/m2.
El intercambio de radiación de longitud de onda larga entre la superficie y la atmósfera sólo retrasa temporalmente las emisiones de calor terrestre, pero controla la temperatura de la biosfera. Su máximo es casi 400 W/m2 en los trópicos nubosos, pero es importante en todas las estaciones y presenta significativas variaciones diarias. El simple paso de una nube puede aumentar el flujo en 25 W/m2. Las mayores emisiones antropogénicas de gases invernadero han aumentado este flujo en cerca de un 2’5 W/m2 desde finales del siglo XIX.
Como era de esperar, las observaciones de los satélites confirman que el balance de energía de la Tierra está en fase con la radiación solar incidente (Q0), pero la radiación media saliente (Qi) está desfasada con la irradiancia, alcanzando el máximo durante el verano en el hemisferio norte. La distribución asimétrica de los continentes y el mar explica este fenómeno. En el hemisferio norte, debido a la mayor proporción de masa terrestre, se experimentan mayores cambios estacionales que dominan el flujo global de la radiación saliente.
Quizás el resultado más sorprendente que se deriva de las observaciones por satélite sea que, estacionalmente, se observan cierto déficit y superávit de radiación y el balance de la radiación en el planeta no es igual a cero, pero sin embargo, en cada hemisferio la radiación anual está en equilibrio con el espacio exterior. Además, la contribución atmosférica por transporte de energía hacia los polos es asimétrica respecto al ecuador con valores extremos de unos 3 PW cerca de los 45º N, y -3 PW cerca de 40º S.
Si la Naturaleza se enfada… ¡Nosotros a temblar!
Podría continuar hablando sobre los vientos, los terremotos, las lluvias y otros fenómenos atmosféricos, sin embargo, no creo que, por ser estos fenómenos naturales muy conocidos de todos, pudieran tener gran interés. Pasemos pues a comentar sobre los océanos.
Agua, mejor que Tierra, habría sido el nombre adecuado para el tercer planeta, puesto que los océanos cubren más del 70 por ciento de la superficie terrestre, con una profundidad media de 3’8 Km. Debido a las especiales propiedades térmicas del agua, éstas constituyen un extraordinario regulador del balance energético del planeta.
Este líquido tiene cinco ventajas termodinámicas importantes: un punto de ebullición inusualmente alto, debido a su capacidad para formar enlaces de hidrógeno intermoleculares; un calor específico de 2’5 a 3’3 veces más elevado que el del suelo; una capacidad calorífica (calor específico por unidad de volumen) aproximadamente seis veces mayor que la tierra seca; un altísimo calor de vaporización que le permite transportar una gran cantidad de calor latente; y su relativamente baja viscosidad, que le convierte en un eficiente transportador de calor en los océanos mediante miríadas de remolinos y caudalosas corrientes.
No es sorprendente, pues, que los océanos, que tienen cerca del 94 por ciento de toda el agua, sean determinantes en el balance energético del planeta. Cuatro quintas partes de la radiación solar que llega a la Tierra entra en la atmósfera que cubre los océanos, los cuales con un albedo superior al 6% absorben la energía con una tasa cercana a 65 PW, casi el doble de la absorción atmosférica total y cuatro veces mayor que la continental. Inevitablemente, los océanos también absorben la mayor parte, casi dos tercios, del calor rerradioirradiado hacia abajo por la atmósfera elevando su ritmo de calentamiento a los 175 PW.
Salvo en los océanos menos profundos, la interacción aire-mar no afecta directamente a las aguas profundas. Las oscuras y frías aguas de las profundidades marinas están aisladas de la atmósfera por la capa mixta, una capa de poca profundidad que va de pocos metros a pocos cientos de metros y que está afectada por los vientos y el oleaje.
A pesar de que el alto calor específico del agua limita el rango de variación, las temperaturas de esta capa sufren importantes fluctuaciones diarias y estacionales. Sin embargo, variaciones relativamente pequeñas de la temperatura de la superficie de los océanos tienen importantes consecuencias climáticas: quizás el mejor ejemplo de esta teleconexión climática sea el fenómeno del Niño, que consiste en una extensión en forma de lengua de las aguas superficiales calientes hacia el este, cuyos efectos se extienden desde Canadá hasta África del sur.
Debido a que la conductividad térmica del agua es muy baja, la transferencia de energía de la capa mixta hacia las profundidades se realiza fundamentalmente mediante corrientes convectivas. Estas corrientes compensan la extremadamente baja fuerza ascensional de las aguas profundas, más calientes, que son desplazadas por el movimiento hacia el ecuador de las corrientes frías provenientes de los polos. En contraste con el gradual ascenso general de las aguas oceánicas, la convección hacia abajo se produce en corrientes bien delimitadas que forman gigantescas cataratas oceánicas. Seguramente la mayor es la que fluye hacia el sur bajo el estrecho de Dinamarca, entre Islandia y Groenlandia, y se sumerge unos 3’5 Km transportando 5 millones de m3/s, un caudal veinte veces mayor que el del Amazonas.
Miríadas de corrientes oceánicas, que a menudo viajan cientos de kilómetros a diferentes profundidades, transportan considerables cantidades de energía y sal. Quizás el ejemplo más importante de estas combinaciones de transportes sea la corriente de agua caliente y salada que sale del Mediterráneo a través del estrecho de Gibraltar. Este flujo caliente pero denso desciende sobre la pendiente de la plataforma continental hasta alcanzar el equilibrio entre el peso y el empuje ascensional a unos mil metros de profundidad. Aquí se separa en dos celdas lenticulares que se mueven durante siete años hacia el este y hacia el sur, respectivamente, hasta que decaen o chocan contra alguna elevación marina.
Un mapa global de los flujos de calor desde la superficie oceánica hasta las capas profundas muestra claramente máximos longitudinales a lo largo del ecuador y a lo largo de aproximadamente 45º S en los océanos Atlántico e Índico. Esta transferencia es también importante en algunas áreas costeras donde se producen intensos flujos convectivos ascendentes que intercambian calor entre las aguas superficiales y las profundas, como ocurre en la costa de California y al oeste de África. Un flujo en dirección contraria, que calienta la atmósfera, se produce en las dos mayores corrientes oceánicas calientes, la corriente del Golfo en el Atlántico y la de Kuroshio en el Pacífico oriental.
El giro de la Tierra hacia el Este influye también en las corrientes marinas, porque tiende a acumular el agua contra las costas situadas al oeste de los océanos, como cuando movemos un recipiente con agua en una dirección y el agua sufre un cierto retraso en el movimiento y se levanta contra la pared de atrás del recipiente. Así se explica, según algunas teorías, que las corrientes más intensas como las del Golfo en el Atlántico y la de Kuroshio en el Pacífico se localicen en esas zonas.
Este mismo efecto del giro de la Tierra explicaría las zonas de afloramiento que hay en las costas este del Pacífico y del Atlántico en las que sale agua fría del fondo hacia la superficie. Este fenómeno es muy importante desde el punto de vista económico, porque el agua ascendente arrastra nutrientes a la superficie y en estas zonas prolifera la pesca. Las pesquerías de Perú, Gran Sol (sur de Irlanda) o las del África atlántica se forman de esta manera.
Imagen esquemática y conceptual de distintos fenómenos eléctricos y luminosos generados por ciertas tormentas intensas. Imagen tomada de Internet, en su versión inglesa, y adaptada al español. La imagen originaria es de Lyons et al. (2000) de la American Geophysical Union.
Todas la regiones donde se produce este ascenso de aguas calientes (a lo largo de las costas del continente americano, África, India y la zona ecuatorial del Pacífico occidental) se distinguen fácilmente por los elevados niveles de producción de fitoplancton, causados por un importante enriquecimiento de nutrientes, comparados con los que, de otra manera, corresponderían normalmente a las aguas superficiales oligotrópicas.
La radiación transporta la mayor parte (casi 4/5) de la energía que fluye desde la capa mixta hasta la atmósfera, y el resto del flujo calorífico se produce por calor latente en forma de vapor de agua y lluvias.
Aún no se ha realizado una valoración cuantitativa del transporte total para cada latitud, pero en el océano Atlántico hay transferencia de calor hacia el norte a lo largo de toda su extensión, alcanzando en el trópico un valor aproximado de 1 PW, flujo equivalente al que se produce en el Pacífico norte. En el Pacífico sur, el flujo de calor hacia el polo a través del trópico es de 0’2 PW. La parte occidental del Pacífico sur puede constituir la mayor reserva de calor del Atlántico sur, de igual modo que es probable que el océano Índico sur constituya una reserva del Pacífico.
Los rios refrescan amplias zonas de la Tierra y hacen posible la vida
Ahora tocaría comentar algo sobre los ríos del planeta, sin embargo, me parece que merece un capítulo aparte y especial por su significado para muchos pueblos y culturas y también, por su contribución para hacer posible muchos ecosistemas y formas de vida. Así que, me dirijo directamente a comentar sobre el calor de la Tierra.
Aunque la Tierra se formara inicialmente a partir de materia fría (material cósmico) que se contrajo por acción de la gravedad, durante la formación posterior del núcleo líquido y en los periodos de intensa actividad volcánica se ha liberado una enorme cantidad de calor. Los frecuentes impactos de objetos pesados también han contribuido al calentamiento de la superficie. Hay mucha incertidumbre sobre la historia térmica de la Tierra de los últimos 3.000 millones de años, durante los cuales el planeta se ha ido enfriando y una gran parte de este flujo de calor ha alimentado los movimientos geotectónicos globales, creando nueva corteza en las dorsales oceánicas; un proceso que ha ido acompañado de terremotos recurrentes y erupciones volcánicas de lava, cenizas y agua caliente.
Solamente hay dos posibles fuentes de calor terrestre, pero la importancia relativa de las respectivas contribuciones no está aún muy clara. El calor basal, liberado por un lento enfriamiento del núcleo terrestre debe representar una gran parte del flujo total, si bien cálculos basados en la desintegración radiactiva del U235, U238, Th232 y K40 sugieren que éste representa al menos la mitad y quizás hasta nueve décimos del flujo total de calor del planeta. Esta disparidad obedece a la incertidumbre en la concentración de K40 en la corteza terrestre. Pero sea cual sea la proporción, el flujo total, basado en miles de medidas realizadas desde los años cincuenta, está próximo a los 40 TW.
Aunque inicialmente se pensó que los flujos continentales y oceánicos eran aproximadamente iguales, en realidad difieren de forma sustancial. Las regiones del fondo oceánico más recientes contribuyen con más de 250 mW/m2, cantidad que supera hasta tres veces las zonas continentales más recientes. El flujo medio para todo el fondo marino es aproximadamente igual a 95 mW/m2, lo que representa un 70% más que el correspondiente a la corteza continental. El flujo medio global es de 80 mW/m2, unos tres órdenes de magnitud inferior al valor medio del flujo de calor de la radiación solar global.
emilio silvera