Oct
22
Orígenes I
por Emilio Silvera ~ Clasificado en General ~ Comments (0)
Estoy totalmente convencido de que de alguna manera, nuestras mentes están conectadas con el cosmos del que formamos parte. Estamos aquí y nos parece de lo más natural, nunca nos paramos a pensar en cómo fue eso posible, en cómo surgió el “milagro”. A partir de la materia “inerte” evolucionada surgen los seres vivos y, alguna especie, ha llegado a ser consciente de SER ¿cómo es posible tal maravilla? Hay que pensar (lo he referido en muchas ocasiones) que los materiales de los que estamos hecho (nitrógeno, carbono, etc) se fabricaron en las estrellas a partir del elemento más simple, el hidrógeno, que evolucionado a materiales más complejos llegaron hasta nuestro Sistema Solar primitivo en forma de nebulosa para constituirse una parte en el planeta Tierra en el que, bajo ciertas condiciones atmosféricas, presencia de agua y de radiación cósmica, distancia al Sol y otra, dio lugar al nacimiento de aquella primera célula capaz de reproducirse, que evolucionó hasta nosotros.
Una explosión supernova creó la nebulosa a partir de la cual, con la ayuda de la fuerza de Gravedad, se creó una estrella, el Sol, y, a su alrededor, nacieron los planetas cercanos rocosos y los gaseosos más alejados. La Tierra, nuestro planeta, fue el agraciado con la suerte de venir a caer en la zona habitable.
Muchos son los planetas que, por una u otra razón, no reúnen esas condiciones y, algunos, están en las cercanias de su estrella haciendo imposible que en ellos, pueda surgir la vida. Bueno, al menos la que aquí conocemos.
Hasta el momento parecía que ninguno de los más de 500 planetas extrasolares descubiertos reunían las excepcionales condiciones que se dan en Gliese 581g, un mundo que tiene tres veces la masa de la Tierra (suficiente para sustentar una atmósfera) y que se encuentra justo en el centro de la zona de habitabilidad de su estrella, es decir, dentro de la estrecha franja orbital que permite la existencia de agua en estado líquido.
Estamos hechos de energía pura fabricada en las estrellas y nuestras mentes evolucionan formando parte de un universo en constante expansión del que, sin que nos demos cuenta, recibimos continuos mensajes que nos mantiene conectados a esa fuerza invisible que nos hace pensar para descubrir su fuente.
Esos destellos que los ojos de la Mente no ven y lo mismo que llegan se van hacia el infinito.
En algún momento breve, ¿quién no ha tenido esa sensación de tener la solución a un problema científico que le preocupa y quisiera resolver?. La sensación de ese saber, de tener esa respuesta deseada, es fugaz, pasa con la misma rapidez que llegó. Nos deja inquietos y decepcionados, estaba a nuestro alcance y no se dejó atrapar. A mí me ocurre con cierta frecuencia con distintos temas que me rondan por la cabeza. Sin embargo, esa luz fugaz del saber aparece y se va sin dejar un rastro en mi mente que me permita, a partir de esa simple huella, llegar al fondo de la cuestión origen del fenómeno.
La mente humana es una maravilla. Esas sensaciones que antes he mencionado y que, al menos en mí, llegan y se van sin dejar huellas, son las mismas que sintieron Galileo, Kepler, Newton, Planck o Einstein, lo único diferente es que en ellos la sensación no fue tan fugaz; se quedó el tiempo suficiente en sus mentes como para que pudieran digerir el mensaje y comunicar al mundo lo que les había transmitido. Así, a fogonazos de luz del saber, avanza la Humanidad.
Nadie ha podido explicar nunca como llegan esos fogonazos de luz del conocimiento a unas pocas mentes elegidas que, sí pudieron retener la idea para poder desarrollarla y enseñarle al mundo su descubrimiento. No pocas veces así sucedieron las cosas para poder seguir avanzando, una idea, un sueño, una intuición…y, sobre todo, mucho pensar y trabajar.
Millones de conexiones transportan los pensamientos que más tarde, son convertidos en realidad. El cerebro se cuenta entre los objetos más complicados del universo y es sin duda una de las estructuras más notables que haya producido la evolución. Hace mucho tiempo, cuando aún no se conocía la neurociencia, se sabía ya que el cerebro es necesario para la percepción, los sentimientos y los pensamientos.
En tanto que es objeto y sistema, el cerebro humano es muy especial: su conectividad, su dinámica, su forma de funcionamiento, su relación con el cuerpo y con el mundo… no se parece a nada que la conciencia conozca. Su carácter único hace que el ofrecer una imagen del cerebro se convierta en un reto extraordinario. Aunque todavía estamos lejos de ofrecer una imagen completa del cerebro, sí podemos ofrecer retazos y datos parciales de algunos de sus complicados mecanismos. Sin embargo, carecemos de información para generar una teoría satisfactoria de la conciencia.
Los circuitos y conexiones cerebrales generan números que sobrepasan el número de estrellas en las galaxias. Estamos tratando de algo que pesa poco más de 1 Kg – aproximadamente – y que contiene unos cien mil millones de células nerviosas o neuronas, generando continuamente emociones y pensamientos.
¡Increíble, grandioso! ¿Pero sabemos encausarlo? De momento: NO.
Pero debemos confiar en nosotros mismos, en ese cerebro que aún no conocemos y que en abril de 2.003, por ejemplo, nos llevó a completar con éxito la secuenciación de 3.000 millones de letras de ADN presentes en el genoma humano.
Precisamente, ese conocimiento, se puede ver como un manual de instrucciones reconvertible en el libro de medicina más potente imaginable. Parece que ahí está el futuro de la salud humana: la genética. El reto que tenemos por delante consiste en adoptar la forma correcta en que se deben leer los contenidos de todas esas páginas que contienen la secuenciación de las 3.000 letras de ADN, y comprender el modo de cómo funcionan juntas las distintas partes para encausar la salud y la enfermedad humanas.
La consecuencia más importante de todo esto es que se ha abierto la puerta a un alentador y enorme (aunque complejo) paisaje biológico nuevo. Su exploración necesitará de pensamientos creativos y nuevas ideas. Hace 30 años todo esto era un sueño; nadie se atrevía a pensar siquiera con que este logro sería posible algún día, ¡secuenciar 3.000 millones de grafos de ADN!
Sin embargo aquí viene la contradicción o paradoja: el cerebro que aún no conocemos lo ha hecho posible.
La genómica es una auténtica promesa para nuestra salud pero necesitaremos algunos saltos cuánticos en la velocidad y la eficacia de la secuenciación del ADN. Está claro sin embargo que dadas todas las dimensiones del ser humano, que incluyen aspectos tanto materiales como espirituales, será necesario mucho, mucho, mucho tiempo para llegar a conocer por completo todos los aspectos complejos encerrados en nuestro interior.
El adelanto que se producirá en las próximas décadas estará y será más visible en el aspecto biológico y la curación de enfermedades como el cáncer, y otras nefastas como el SIDA que asolan nuestro mundo. El conocimento de la psique, de nuestra propia conciencia, será mucho más lento.
Hay que tener en cuenta que primero debemos tener un conocimiento completo de los primates. Tal conocimiento nos proporcionaría luz sobre lo que convierte en únicos a los seres humanos. Al decir únicos me refiero al hecho diferenciador de la conciencia y, desde luego, lo circunscribo al planeta Tierra, ya que referido a todo el universo seguro que no somos “tan únicos”.
Primates que, en no pocos aspectos, son como nosotros
Casi todas las enfermedades que nos aquejan están y tienen su origen en los genes. Otras dolencias están relacionadas con el entorno en el que vivimos, la forma de vida elegida por nosotros mismos (tabaco, alcohol, droga, etc), y una parte de los trastornos que padecemos (los más difíciles de curar), están situados en nuestras mentes, las más desconocidas.
Así que si el conocimiento sobre el genoma está en el buen camino y según todos los indicios, algún día podremos tener las respuestas que aún nos falta. El problema más serio está en ese gran desconocido que llamamos cerebro y que es el responsable de dirigir y ordenar todos y cada uno de los movimientos que se generan en el resto de nuestro cuerpo. Allí arriba está la central eléctrica que lo pone todo en marcha, ¿pero de qué mecanismos se vale? Precisamente esa es la explicación que nadie ha podido dar.
Pero todo evoluciona con el tiempo que transcurre, todo va cambiando (nuestros conocimientos también).
Condiciones climáticas del Mioceno
Hace unos veinte millones de años, durante el Mioceno, la Tierra vivió unas condiciones climáticas paradisíacas. Los casquetes polares, con un emplazamiento distinto del actual, apenas eran una pequeñas manchas de hielo; el nivel de los mares era mucho más elevado que en la actualidad, y la mayor parte de los lugares que ahora ocupan las ciudades y las playas en las que pasamos las vacaciones estaban cubiertos por los océanos. El agua del mar era como la que hoy podemos encontrar en los trópicos. El mundo de finales del Mioceno era, por lo tanto, un mundo muy diferente del nuestro: con distintos olores, con extraños sonidos y ni siquiera el cielo de hace veinte millones de años era parecido al que hoy podemos contemplar en una noche cualquiera. Las constelaciones de estrellas eran de otras formas y mostraban configuraciones distintas de las que ahora están allá arriba. Muchas de las estrellas que hoy admiramos en las noches de cielo despejado aún no habían aparecido y otras que entonces brillaban ya no existen.
Final del Mioceno, hace casi seis millones de años. El Mediterráneo es un inmenso desierto salpicado por lagos salinos cuyo nivel de agua está entre 1.500 y 2.700 metros por debajo de la superficie del actual mar. Un escenario muy diferente del actual. Un evento geológico aún desconocido abre una pequeña vía de agua en el actual estrecho de Gibraltar, que era una barrera natural que impedía el paso de agua, y el océano Atlántico comienza a penetrar en la cuenca del actual mar Mediterráneo. La erosión hace el resto del trabajo y en poco tiempo (geológico) el paso de agua tiene tal tamaño que consigue que el 90% del agua que tiene en la actualidad el ‘Mare Nostrum’ entrara por el estrecho en menos de dos años. Lo que supone un caudal de agua unas 1.500 veces superior al del río Amazonas.
Claro que, el transcurrir de los milenios producen los cambios irreversibles a medida que avanza la línea del tiempo. Al igual que se produjeron en nuestro mundo, se producirán en nuestros conocimientos. Nuestro nivel de conciencia también, de manera irreversible, evoluciona. A medida que a nuestro cerebro llegan nuevos datos sobre cuestiones muy diversas, éste los va reciclando, ordenándolos, interrelacionándolos y finalmente clasificándolos de manera tal que los tiene dispuestos para conectarlos a nuevos datos y nuevas informaciones que, por distintos medios, naturales o artificiales, aparecen para sumarse a las que ya existen, y de esta forma hemos ido avanzando desde aquella materia “inerte” a la materia compleja y pensante que somos los seres vivos inteligentes.
Pero en el ejemplo que antes puse de hace veinte millones de años, nuestros antepasados más cercanos ni habían aparecido. Más tarde, interminables selvas húmedas estaban pobladas por una vegetación exuberante, por plantas y árboles gigantescos cuajados de una interminable variedad de especies vegetales que embriagaban el aire caliente y húmedo con mil aromas. Pululaban y bullían en ellas miles de insectos diferentes y las habitaban reptiles diversos, desde pequeñas lagartijas hasta gigantescas serpientes. Los dinosaurios habían desaparecido muchos millones de años antes, y en su lu-gar numerosas aves y mamíferos vegetarianos se alimentaban de los inagotables recursos que ofrecían los bosques. Una muchedumbre de depredadores prosperaba alimentándose de los herbívoros, bien alimentados y abundantes.
En aquellas selvas, los simios se encontraban en su paraíso. Las condiciones climatológicas eran las más adecuadas: siempre reinaba la misma temperatura cálida y la lluvia que con frecuencia caía, era también caliente. Apenas tenían enemigos peligrosos, ya que ante la menor amenaza, en dos saltos estaban en refugio seguro entre las ramas de los árboles, hasta donde ningún depredador podía perseguirles. En este escenario en el que había poco riesgo, alimentos abundantes y las condiciones más favorables para la reproducción, surgieron nuestros antepasados.
Hace unos cinco millones de años, a comienzos del Pleistoceno, el período que siguió al Mioceno, en los bosques que entonces ocupaban África oriental, más concretamente en la zona correspondiente a lo que hoy es Kenia, Etiopía y Nigeria, habitaba una estirpe muy especial de monos hominoideos: los Ardipithecus ramidus. Éstos, como el resto de primates, estaban adaptados a vivir en zonas geográficas en las que no existían variaciones estacionales, porque los monos, en general, no pueden soportar largos periodos en los que no haya frutas, hojas verdes, tallos, brotes tiernos o insectos de los que alimentarse: por eso sólo viven en zonas tropicales, salvo muy contadas excepciones.
Ardipithecus ramidus
Los fósiles de quien hoy se considera uno de nuestros primeros antepasados, el Ardipithecus ramidus, han aparecido siempre junto a huesos de otros mamíferos cuya vida estaba ligada al bosque. Se puede suponer, por lo tanto, que habitaba un bosque que aún era espeso, con algunos claros y abundante en frutas y vegetales blandos, aunque el enfriamiento progresivo que se venía produciendo en esos últimos miles de años y las catastróficas modificaciones geológicas tuvieron que reducir la disponibilidad de los alimentos habituales de estos simios.
sigue en II y III…