Dic
20
Número puro y adimensional: 137
por Emilio Silvera ~
Clasificado en Sin categoría ~
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Cuando surgen comentarios de números puros y adimensionales, de manera automática aparece en mi mente el número 137. Ese número encierra más de lo que estamos preparados para comprender; me hace pensar y mi imaginación se desboca en múltiples ideas y teorías.
Einstein era un campeón en esta clase de ejercicios mentales que él llamaba “libre invención de la mente”. El gran físico creía que no podríamos llegar a las verdades de la naturaleza sólo por la observación y la experimentación. Necesitamos crear conceptos, teorías y postulados de nuestra propia imaginación que posteriormente deben ser explorados para averiguar si existe algo de verdad en ellos.
Para poner un ejemplo de nuestra ignorancia poco tendríamos que buscar, tenemos a mano miles de millones.
Me acuerdo de León Lederman (premio Nobel de Física) que decía:
“Todos los físicos del mundo, deberían tener un letrero en el lugar más visible de sus casas, para que al mirarlo, les recordara lo que no saben. En el cartel sólo pondría esto: 137. Ciento treinta y siete es el inverso de algo que lleva el nombre de constante de estructura fina”.
Este número guarda relación con la posibilidad de que un electrón emita un fotón o lo absorba. La constante de estructura fina responde también al nombre de “alfa” y sale de dividir el cuadrado de la carga del electrón, por el producto de la velocidad de la luz y la constante de Planck. Tanta palabrería y numerología no significan otra cosa sino que ese solo número, 137, encierra los misterios del electromagnetismo (el electrón, e–), la relatividad (la velocidad de la luz, c), y la teoría cuántica (la constante de Planck, h).
Dic
20
Está claro que, en la Imagen que del Universo tenemos, nuestras mentes...
por Emilio Silvera ~
Clasificado en Astronomía y Astrofísica ~
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El viento azotaba la bandera de un templo, y dos monjes disputaban sobre la cuestión. Uno de ellos decía que la bandera se movía, el otro que se movía el viento. Argumentaban sin cesar. Eno el Patriarca dijo: “No es que el viento se mueve; no es que la bandera se mueva; es que vuestras honorables mentes se mueven”
Este pensamiento de la doctrina Sutra puede definir muy bien lo que nos pasa a nosotros con el entendimiento de los fenómenos que podemos observar en la Naturaleza, a los que nuestra ignorancia puede encuadrar en un lugar equivocado y alejado de la realidad, ya que, entender la simplicidad y la belleza del Universo, no siempre es fácil para nuestras complejas mentes. Así, resulta que, la Naturaleza es bella y sencilla, lo complejo podría estar dentro de nosotros mismos y, es, precisamente esa complejidad la que nos impide “ver” lo que realmente ocurre.
Siempre nos decantamos por las soluciones más difíciles y, generalmente hacemos caso omiso al mensaje que nos envía eso que los físicos denominan Navaja de Ockham que, está referido al principio filosófico que nos dice que el camino de lo más simple es, generalmente, el más acertado.
Sabemos que la Historia ha ido avanzando a cortos pasos en el conocimiento del Universo y, si miramos hacia atrás en el tiempo, nos trasladamos hasta aquellos tiempos en que Eudoxo entró en las páginas de la historia un día de verano de alrededor de 385 a. C., cuando bajó del barco que lo había llevado desde su ciudad natal Cnido, en Asia Menor, dejó su escaso equipaje en un alojamiento barato cercano a los muelles y caminó ocho kilómetros por el polvoriento camino que conducía a la Academia de Platón, situada en los suburbios del noroeste de Atenas.
Bajo las Palmeras se reunían aquellos antiguos filósofos para hablar de cosas profundad
La Academia estaba en un bello lugar, en medio de un bosque sagrado de olivos, los originales “bosquecillos de Academo”, cerca de Colona, el santuario del ciego Edipo, donde las hojas de los álamos blancos se volvían plateadas bajo el viento y los ruiseñores cantaban de día y de noche. El mentor de Platón, Sócrates, hablaba favorablemente de los bosquecillos de Academo, y hasta Aristófenes, el calumniador de Sócrates, los describía cariñosamente como “llenos de olor a madreselva y e paz”.
















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