Está claro que, en la Imagen que del Universo tenemos, nuestras mentes...

El viento azotaba la bandera de un templo, y dos monjes disputaban sobre la cuestión. Uno de ellos decía que la bandera se movía, el otro que se movía el viento. Argumentaban sin cesar. Eno el Patriarca dijo: “No es que el viento se mueve; no es que la bandera se mueva; es que vuestras honorables mentes se mueven”

Este pensamiento de la doctrina Sutra puede definir muy bien lo que nos pasa a nosotros con el entendimiento de los fenómenos que podemos observar en la Naturaleza, a los que nuestra ignorancia puede encuadrar en un lugar equivocado y alejado de la realidad, ya que, entender la simplicidad y la belleza del Universo, no siempre es fácil para nuestras complejas mentes. Así, resulta que, la Naturaleza es bella y sencilla, lo complejo podría estar dentro de nosotros mismos y, es, precisamente esa complejidad la que nos impide “ver” lo que realmente ocurre.

Siempre nos decantamos por las soluciones más difíciles y, generalmente hacemos caso omiso al mensaje que nos envía eso que los físicos denominan Navaja de Ockham que, está referido al principio filosófico que nos dice que el camino de lo más simple es, generalmente, el más acertado.

Sabemos que la Historia ha ido avanzando a cortos pasos en el conocimiento del Universo y, si miramos hacia atrás en el tiempo, nos trasladamos hasta aquellos tiempos en que Eudoxo entró en las páginas de la historia un día de verano de alrededor de 385 a. C., cuando bajó del barco que lo había llevado desde su ciudad natal Cnido, en Asia Menor, dejó su escaso equipaje en un alojamiento barato cercano a los muelles y caminó ocho kilómetros por el polvoriento camino que conducía a la Academia de Platón, situada en los suburbios del noroeste de Atenas.

       Bajo las Palmeras se reunían aquellos antiguos filósofos para hablar de cosas profundad

La Academia estaba en un bello lugar, en medio de un bosque sagrado de olivos, los originales “bosquecillos de Academo”, cerca de Colona, el santuario del ciego Edipo, donde las hojas de los álamos blancos se volvían plateadas bajo el viento y los ruiseñores cantaban de día y de noche. El mentor de Platón, Sócrates, hablaba favorablemente de los bosquecillos de Academo, y hasta Aristófenes, el calumniador de Sócrates, los describía cariñosamente como “llenos de olor a madreselva y e paz”.

La belleza era el principal tema de estudio de la Academia, pero una belleza de carácter abstracto. QUE SOLAMENTE LOS GEÓMETRAS ENTREN AQUÍ, decía un lema gravado sobre la puerta, y grande era allí el deleite por la elegancia de las formas geométricas. Para Platón, las formas geométricas abstractas eran el Universo, y los objetos físicos sólo eran sus sombras imperfectas. Como la perfección le interesaba más que la imperfección, Platón escribía elogios de las estrellas, pero raramente salía de noche al aire libre para estudiarlas.

Sostuvo esta concepción con una imponente autoridad personal. Platón no sólo era inteligente, sino también rico; era un aristócrata, uno de los “guardianes” de la sociedad griega.

Podemos suponer que Eudoxo quedó adecuadamente impresionado. Sin embargo, él mismo era un geómetra de gran capacidad: contribuiría a poner los cimientos de la geometría euclidiana y a definir el “rectángulo de oro”, una elegante proporción que aparece en todas partes, desde el Partenón hasta las pinturas de Mondrian, y, a diferencia de Platón, combinaba sus razonamientos matemáticos abstractos con una pasión por los hechos físicos .

El número aureo

Cuando viajó a Egipto (una peregrinación al centro del saber geométrico que muchos pensadores griegos hacían (aunque Platón no parece haberlo efectuado nunca), Euxodo no sólo llevó a cabo investigaciones en geometría, sino que también las aplicó a las estrellas, construyendo un observatorio astronómico a orillas del Nilo y confeccionando allí un mapa del cielo. El Observatorio aunque primitivo, le inspiró la convicción de que una teoría del universo no sólo debe responder al veredicto de la contemplación intemporal, sino también al del cielo en movimiento incesante.

Cuando Eudoxo, ya maduro, volvió a la Academia, era un sabio renombrado con su propio séquito de discípulos, y se puso a elaborar un modelo del Cosmos que fuese al mismo tiempo satisfactorio platónicamente y defendible empíricamente. Sería largo de contar aquí todo aquel proceso que llevó a cabo para explicar el universo. Pero, finalmente, hasta un cosmos tan complejo como el de Eudoxo fue inadecuado. Las bases de datos fueron aumentando; con la conquista de Babilonia por Alejandro Magno, en 330 a. C., los griegos tuvieron acceso a los registros astronómicos babilónicos que antes les estaban vedados.

El turno siguiente le tocó, para bien o para mal, a Aristóteles. Descrito en los textos como un empirista opuesto a Platón, Aristóteles era, en verdad, relativamente aficionado a la observación. Pero, como de Aristóteles ya sabemos bastante, daré un salto en el tiempo y me trasladaré a los tiempos en que, los filósofos naturales estaban enfrentados con la inevitable disparidad entre teorías y las observaciones. Los cosmólogos trabajaban con la hipótesis geocéntrica no tenían otra opción que hacer sus modelos cada vez más complicados. Así la Cosmología fue llevada a un laberinto de epiciclos y excéntricas en el que permanecería atrapada durante más de mil años. El virtuoso de esta exploración fue Claudio Tolomeo.

Nacido en el siglo II d. C. en Tolemaida, a orillas del Nilo, y el coste de sus estudios astronómicos fue sufragado por la Dinastía Tolemaica a través del Museo de Alejandría. Fue un astrónomo que trabajó muy duramente, no un teórico sin experiencia práctica. Hizo un mapa estelar desde un Observatorio situado en Canope, ciudad así llamada por el nombre de una estrella, a veinticuatro kilómetros al este de Alejandría: Tolomeo estaba familiarizado con la refracción y la absorción atmosférica, y muchas de las otras tribulaciones que dificultan las tareas del observador cuidadoso. Su principal obra cosmológica se tituló Síntaxis  matemática, con lo que quería significar “la composición matemática”, pero ha llegado hasta nosotros con el título de Almagesto, que significa en árabe “el más grande”. Lo que lograba tan perfectamente en ella era predecir los movimientos del Sol, la Luna y las estrellas con mayor precisión que todos sus predecesores.

“En el siglo III a. C., Claudio Ptolomeo de Alejandría, destacó como geógrafo, matemático y astrónomo. Realizó además una detallada descripción geométrica del cosmos, que sintetizó en su tratado de astronomía “Almagesto”. Su descripción fue desde el punto de vista geocéntrico, es decir, la Tierra en el centro del universo y el Sol, la Luna, los planetas y las estrellas, girando alrededor de la Tierra en distintas esferas. Aristarco de Samos, en el siglo II a. C., propuso que la Tierra giraba alrededor del Sol; sin embargo, no fue considerado y el modelo geocéntrico siguió predominando durante los siguientes 1.700 años.”

Como todos sabemos que el modelo de Tolomeo del Cosmos tampoco fue el “bueno” sino sólo un paso más en el largo camino de conocer el inmenso Universo, daremos otro salto en el tiempo y nos trasladaremos más hacia nuestro tiempo.

El hecho asombroso no estaba en que los griegos, considerando su limitada comprensión de la física y la astronomía consideraran el universo en términos geocéntrico, sino que todos los concibieran de ese modo.

Le prestaron poca atención pero él dijo que el Sol presidía el Sistema Solar

La gran excepción fue Aristarco, cuya cosmología heliocéntrica se anticipó a la de Copérnico en unos mil setecientos años. Aristarco era oriundo de Samos, una isla boscosa cercana a la costa de Asia Menor, donde Pitágoras, tres siglos antes, había proclamado por primera vez que todo es número.

Discípulo de Estrabón jefe de la escuela peripatética fundada por Aristóteles, Aristarco era un hábil geómetra que se sentía atraído por la tercera dimensión, y trazaba en su mente vastas figuras geométricas que no sólo se extendían por el cielo, sino también por las profundidades del espacio. Él pensó que el Sol era el que hacía orbitar a la Tierra y a la Luna a su alrededor, llegando a la conclusión  de que esa era la única explicación lógica, que los cuerpos pequeños giren alrededor de los más grandes.

Lástima que no podamos conocer el desarrollo de la teoría de Aristarco, porque se ha perdido el libro en el que describía su teoría heliocéntrica much antes de que llegara Copérnico. Sólo sabemos de él por los informes escritos alrededor de 212 a.C. por el geómetra Arquímedes.

Con todo esto, sólo quiero recordar, el largo camino que hemos tenido que recorrer para ahora, poder saber, que son las estrellas que vemos brillar en el cielo, de qué están compuestas, qué son las nebulosas y las galaxias y los demás objetos del cielo. Sin aquellos hombres, nada de lo que hoy sabemos sería posible.

emilio silvera

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