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AIA-IYA2009. Año Internacional de la Astronomía
por Emilio Silvera ~ Clasificado en AIA-IYA2009 ~ Comments (0)
FABRICANDO ELEMENTOS COMPLEJOS
En 1956, el tema de la producción estelar de elementos recibió un nuevo ímpetu cuando el Astrónomo norteamericano Paul Cerril identificó las reveladoras líneas del tecnecio 99 en los espectros de las estrellas S. El tecnecio 99 es más pesado que el Hierro. También es un elemento inestable, con una vida media de sólo 200.000 años. Si los átomos de tecnecio que Merrill detectó se hubiesen originado hace miles de de millones de años en el big bang, se habrían desintegrado desde entonces y quedarían hoy muy pocos de ellos en las estrellas S o en otras cualesquiera. Sin embargo, allí estaban. Evidentemente, las estrellas sabían cómo construir elementos más allá del hierro, aunque los astrofísicos no lo supiesen.
Estimulado por el descubrimiento de Merrill, Fred Hoyle reanudo sus investigaciones sobre la nucleosíntesis estelar. Era una tarea que se tomó muy en serio. Desde pequeño él miraba las estrellas y se prometía así mismo averiguar que eran. Cuando visitó el California Institute of Technology, Hoyle estuvo en compañía de Willy Fowler, un miembro residente de la Facultad con un conocimiento enciclopédico de la física nuclear, y Geoffrey y Margaret Burbidge, un talentoso equipo de marido y mujer que, como Hoyle, eran escépticos ingleses en lo relativo al big bang.
Hubo un cambio cuando Geoffrey Burbidge, examinando datos a los que recientemente se había eximido de las normas de seguridad de una prueba atómica en el atolón de Bikini, observó que la vida media de uno de los elementos radiactivos producidos por la explosión, el californio 254, era de 55 días. Esto sonó familiar: 55 días era justamente el período que tardó en consumirse una supernova que estaba estudiando Walter Baade. El californio es uno de los elementos más pesados; si fuese creado en el intenso calor de estrellas en explosión, entonces, seguramente, los elementos situados entre el hierro y el californio -que comprenden, a fin de cuentas, la mayoría de la Tabla periódica- también podían formarse allí. Pero, ¿cómo?
Felizmente, la naturaleza proporcionó una piedra Rosetta con la cual Hoyle y sus colaboradores podían someter a prueba sus ideas, en la forma de la curva cósmica de la abundancia. Esta era un gráfico del peso de los diversos átomos -unas ciento veinte especies de núcleos, cuando se tomaban en cuenta los isótopos- en función de su abundancia relativa en el Universo, establecida en el estudio de las rocas de la Tierra, meteoritos que han caído en la Tierra desde el espacio y los espectros del Sol y las estrellas.
Los físicos que trabajaban en el Proyecto Manhattan y en las pruebas posteriores de la bomba de hidrógeno que se habían habituado a descifrar las reacciones en cadena involucradas estudiando las abundancias relativas de diversos isótopos hallados en los restos que quedaban después de la explosión. La curva cósmica de la abundancia de los elementos era, en cierto sentido, otra tabla similar escrita en detalle; Gamow la llamaba “el más antiguo documento relativo a la historia de nuestro universo”. Pero mientras que para Gamow esa historia era principalmente el relato del big bang, para Hoyle y sus colegas lo importante era lo que había pasado desde entonces dentro de miles de millones de billones de estrellas. “El problema de la síntesis de elementos -escribieron- está estrechamente ligado al problema de la evolución estelar.
La curva de abundancia cósmica de elementos muestra las cantidades relativas de diversas clases de átomos que hay en el universo a gran escala. Pone ciertos límites a las teorías sobre como se formaron los elementos que en el gráfico de la curva aparecen enumerados como:
Hidrógeno, Helio, Litio, Berilio, Boro, Carbono, Oxígeno, Neón, Silicio, Azufre… Hierro…Plomo, Torio, Uranio.
Las diferencias en las abundancias son grandes -hay, por ejemplo, dos millones de átomos de níquel por cada cuatreo átomos de plata y cincuenta de tungsteno en la Vía Láctea- y por consiguiente la curva de abundancias presentaba una serie de picos dentados más accidentados que la cordillera de Los Andes. Los picos altos correspondían al Hidrógeno y al Helio, los átomos creados en el big bang -más del 96 por de la materia visible del universo se compone de hidrógeno o helio-, y había picos menores pero aún claros para el carbono, el oxígeno, el hierro y el plomo. La acentuada claridad de la curva ponía límites definidos a toda teoría de la síntesis de elementos en las estrellas. Todo lo que era necesario hacer (aunque dificultoso) era identificar los procesos por los cuales lasa estrellas habían llegado preferentemente a formar algunos elementos en cantidades mucho mayores que otros. Aquí estaba escrita la genealogía de los átomos, como en algún jeroglífico aún no traducido: “la historia de la Materia -escribieron Hoyle, Fowler t los Burbidge-…está oculta en la distribución de abundancia de los elementos”.
Su trabajo culminó en 1957 en un artículo de 103 páginas que hizo época, en el que se mostraba cómo los procesos de fusión que actuaban además de la reacción protón-protón y el ciclo del carbono de Bethe podían construir los átomos de los elementos pesados, los “metales”, que en la jerga astrofísica designa toda cosa más pesada que el helio.
La base del artículo era la flecha del tiempo: la evolución de los átomos, revelaba, está ligada a la evolución de las estrellas, y la mezcla de elementos que hallamos en el Universo actual es principalmente el resultado de lo que las estrellas hicieron en el pasado. Al principio una estrella recibe energía de la “combustión de hidrógeno”, la fusión de átomos de hidrógeno para formar helio. Esta es la reacción protón-protón hallada por Bethe, y puede proseguir durante largo tiempo, desde un millón de años, más o menos, en una estrella gigante que arde furiosamente, hasta unos diez mil millones de años en una estrella más tibia como nuestro Sol. “Pero -como señalaron Hoyle, Fowler y los Burbidge-, ningún combustible nuclear puede durar indefinidamente”.
Con el tiempo, la provisión de hidrógeno disminuye y el núcleo de la estrella se contrae. La contracción calienta el núcleo, y en el entorno más caliente puede comenzar la combustión del helio. La fusión de átomos de helio forma átomos de carbono, oxígeno y neón, pero no de litio, berilio o boro, lo cual explica porque los primeros muestran picos en la curva cósmica de la abundancia de los elementos y los segundos presentan valles.
Cuando este proceso decae, el núcleo se contrae y calienta aún más, y fusiona núcleos de helio con los de neón para hacer magnesio, silicio, azufre y calcio. Ahora el viejo cuadro de una estrella de personalidad escindida puede refinarse en múltiples personalidades. Una estrella muy evolucionada se ordena en capas, como una cebolla; su núcleo de hierro gaseoso está rodeado por capas concéntricas donde arden el silicio, el oxígeno, el neón, el carbono, el helio y, en la capa más externa, el hidrógeno. Y así sigue, en exhibiciones antes desconocidas del virtuosismo de la alquimia estelar.
El Hierro representa la muerte, y la muerte la liberación. El núcleo de hierro crece como un cáncer en el corazón de la estrella, sofocando las reacciones nucleares en todo lo que toca, hasta que la estrella se desequilibra fatalmente y cae en un colapso general. Si la masa del núcleo es de un décimo a dos o tres veces la del Sol -en esto nos basamos en investigaciones de Gamow, Baade, Robert Oppenheimer, Fritz Zwicky y otros-, el núcleo rápidamente se cristaliza en una esfera durísima, una “estrella de neutrones”.
Suave como un cojinete de bolas y más pequeña que una ciudad pero tan masiva como el Sol, la estrella de neutrones rota rápidamente alrededor de su eje y emite pulsos de energía radio al rotar, dando origen a una especie de faro como el que revela la situación de las supernovas de Tycho y Kepler. A nada se asemeja más que aun gigantesco núcleo atómico, como si la función real de la estrella, crear núcleos, finalmente fuese conmemorada con un monumento: una colosal lápida nuclear.
El aspecto brillante, literalmente, es que la explosión de la estrella genera suficiente energía para sintetizar una enorme variedad de átomos más pesados que el hierro. Cuando el núcleo de hierro se contrae emite un solo sonido estruendoso, y este retumbar final del gong envía una onda sonora hacia arriba a través del gas que irrumpe desde la envoltura de materia estelar que queda atrás. Cuando la onda sónica se abalanza hacia fuera y se encuentra con las oleadas de gas que entran, el resultado es el choque más violento del universo.
En un momento se forjan en la ardiente zona de colisión toneladas de oro, plata, mercurio, hierro, plomo, yodo, estaño y cobre. La detonación arroja las capaz exteriores de la estrella al espacio interestelar, y la nube, con su valioso cargamento, se expande, deambula durante largo tiempo y se mezcla con las nubes interestelares circundantes. Cuando se condensan estrellas nuevas a partir de esas nubes, sus planetas heredan los elementos forjados en estrellas anteriores.
La Tierra fue uno de esos planetas y éstos son los antepasados de los escudos de bronce y las espadas de acero con los que los hombres han luchado, y el oro y la plata por los que lucharon, y los clavos de hierro que los hombres del capitán Cook negociaban por el afecto de las Tahitianas.
Las estrellas menores contribuyen menos espectacularmente a la evolución química del universo, pero también ellas tienen su papel, llevando los núcleos de los elementos pesados al espacio mediante los vientos estelares, arrojando sus atmósferas exteriores como nebulosas planetarias o lanzándolas al espacio en las explosiones menos catastróficas pero aún imponentes llamadas novas.
Podemos ver su obra en los gradientes químicos que aparecen en las galaxias. Los metales son escasos en los espectros de las estrellas cercanas al centro galáctico, donde pocas estrellas se han formado desde los primeros tiempos, mientras que las estrellas de los brazos espirales, donde la formación de estrellas continúa rápidamente, son ricas en esos elementos más pesados. Vemos y tocamos -en verdad somos- los productos de la evolución de los átomos y las estrellas.
Mucho queda por aprender de las estrellas moribundas y sus legados químicos. Para terminar, quiero reflejar aquí, de manera literal, lo que dijo el astrónomo Frank Shu, inspirado en las investigaciones de de los científicos soviéticos Jacob Zel´dovich e Igor Novikov (ambos buenos especialistas en Agujeros Negros y Singularidades). Decía así:
“Las estrellas empiezan su vida con una mezcla principalmente de núcleos de hidrógeno y sus electrones separados. Durante una fase luminosa de estrella masiva, los protones se combinan en una variedad de reacciones complicadas para formar elementos cada vez más pesados. La energía de unión nuclear liberada de este modo finalmente proporciona entretenimiento y empleo a los astrónomos. Pero al fin el proceso de la supernova sirve para deshace la mayor parte de esta evolución nuclear. Al fin el núcleo forma una masa de neutrones. Ahora bien, el estado final, los neutrones, contiene menos energía nuclear de unión que el estado inicial, los protones y electrones. De modo que, ¿de dónde provenía la energía cuando la estrella brillaba, durante todos esos millones de años? ¿De donde provenía la energía para producir el sonido y la furia que representa una explosión de supernova? La energía se conserva: ¿Quién pago la deuda al final? Respuesta: ¡La Gravedad! El potencial gravitatorio de la estrella de neutrones final es mucho mayor (negativamente; esa es la deuda) que la energía potencial gravitatoria de la correspondiente estrella de la serie principal. Así, pese a toda la interesante física nuclear que interviniese, ¡finalmente Kelvin y Helmholtz tenían razón! La suprema fuente de energía en las estrellas que produce la mayor cantidad de energía es la Gravedad.”
Que sea la imagen humana lo que recordemos mientras observamos el polvo de oro y los diamantes despedirse de estrella consumida, cuando se alejan para incorporarse a mundos y mentes futuros: el rostro de Kelvin, el viejo que intimidó a Rutherford un día, cuando el siglo era joven, sacudiéndose el sueño para fruncir el entrecejo, y luego sonreír.
emilio silvera