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Una tarde de verano

Autor por Emilio Silvera    ~    Archivo Clasificado en Divagando    ~    Comentarios Comments (0)

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PEDRO G. CUARTANGO: Algunos pensamientos.

      En su trabajo habitual como periodista

Atrapado en el trabajo del periódico, hacía unos meses que no disponía de una tarde para no hacer nada. Anteanoche llegue a Bayona y esta mañana he visto el sol salir por las montañas cercanas, rodeado de un halo de bruma. Cuando escribo estas líneas, son las seis de la tarde. El mar tiene un intenso color azul y la visibilidad es tan grande que puedo observar perfectamente la isla de Ons desde mi terraza.

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La intensa luz y la transparencia de la atmósfera acercan los contornos de los veleros que navegan por la bahía, que parecen al alcance de la mano. La espuma de las olas salpica un islote cercano, mientras unas lejanas nubes trazan un arco sobre el horizonte. Lo que más llama la atención es el silencio, roto ocasionalmente por un par de gaviotas en el tejado vecino.

Por primera vez en bastante tiempo, no tengo que hacer nada. De repente ese vacío me da vértigo. Me doy cuenta de que he perdido el hábito que tanto me gustaba en la adolescencia de pasarme las tardes de verano leyendo una novela en los bosques que rodean la cartuja de Burgos.

Todavía recuerdo el olor de sus pinares, la imagen de los frailes trabajando en la huerta, el placer de beber agua en un manantial. Y esas sensaciones me parecen tan cercanas que me resulta increíble que haya pasado casi medio siglo desde entonces. Antaño los veranos me parecían inacabables, hoy el tiempo transcurre con la velocidad que sube la marea y nos coge desprevenidos.

La paradoja es que el tiempo se acelera y el presente se hace fugaz en este momento de quietud y placidez en el que la tarde se va apagando mientras el sol desciende hacia el horizonte para ponerse bajo el mar. Dicen que en ese instante puede verse un rayo verde. Yo no lo he visto, pero no pierdo la esperanza cuando, sentado en los acantilados de la carretera a La Guardia, observo cómo el astro rey se desliza hacia las profundidades del océano mientras el cielo se tiñe de un esplendoroso color rojo.

Hoy me ha dado un ataque de indolencia. He estado leyendo un poco y me he quedado profundamente dormido después de comer. No tengo ganas de dar una vuelta por el pueblo ni de encontrarme con nadie. Lo único que me apetece es aguardar la noche en esta terraza desde la que domino con la vista toda la bahía, cuya belleza me sobrecoge.

Esta mañana pensaba que todo sigue igual en esta villa gallega a la que vengo cada verano. Pero no es verdad: bajo la aparente inmutabilidad de sus calles y sus casas, de los barcos atracados en el puerto, cuyos mástiles me recuerdan las cruces de un cementerio, de los contornos familiares de las cosas, bajo todo eso, el tiempo va haciendo su labor implacable como las termitas que corroen las vigas de un edificio.

Decía Heráclito que las aguas de la cabecera de un río son distintas de las que desembocan en otro. Lo que significa que los cambios son imperceptibles y que nunca podemos volver hacia atrás. Esta tarde de verano es, en cierta forma, la última porque ya no habrá otra igual. El tiempo se nos escurre entre las manos como si intentáramos atrapar el aire. La fugacidad de la vida es el gran misterio para el que no tenemos respuesta. Pero ahora, en este instante, las horas parecen eternas en esta conjunción de la luz y el mar.

 


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