El aprendizaje automático abre las puertas a un mundo en el que humanos y máquinas coexistirán en equipo
A finales de los años 1950, el informático Arthur Samuel creó un programa para jugar a las damas, utilizando un algoritmo sencillo para descubrir los mejores movimientos para ganar. Samuel entrenó el ordenador con una copia de sí mismo (el self play) y con una base de datos en la que estaban registrados centenas de partidos. Era el inicio del machine learning (aprendizaje automático), una rama de la inteligencia artificial (IA) que permite que las máquinas aprendan sin ser explícitamente programadas. Casi siete décadas después de ese juego, esa tecnología tiene aplicaciones tan diversas como el diagnóstico de un cáncer o la construcción de coches autónomos. Hace unos días se dio a conocer su último invento: Sophia, un androide desarrollado por la compañía Hanson Robotics, que acaparó todas las atenciones en la feria tecnológica de Ginebra.
“Es una tecnología aplicable a prácticamente todos los campos en los que haya datos disponibles”, explica a EL PAÍS Thomas Dietterich, uno de los padres del machine learning como campo de investigación. El experto menciona ejemplos que van desde los algoritmos usados en el mundo de los negocios para identificar posibles compradores de un producto hasta los sistemas utilizados por los gobiernos para solucionar problemas en infraestructuras como autopistas e hidroeléctricas. Otros ejemplos más cercanos son los sistemas de traducción automática en Skype, el reconocimiento facial de las cámaras de los móviles y los asistentes virtuales, apuestas de empresas como Google y Microsoft para aproximar la tecnología al usuario final.
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