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¿Sabremos alguna vez lo que es la vida?

Autor por Emilio Silvera    ~    Archivo Clasificado en La Mente - Filosofía    ~    Comentarios Comments (1)

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¿Qué es la vida? ¡Química!

Hasta hace bien poco, la respuesta a esa pregunta no planteaba ningún problema. La vida, se decía, es “materia animada”, del latín ánima, Alma. Esto, desde luego, no era ninguna explicación. Simplemente atribuía al Alma, o espíritu vital, todo lo que no se comprendía acerca de la vida.

No obstante, el vitalismo, como se denomina a esa doctrina, mantuvo una posición firme hasta bien entrado el siglo XX, a menudo (de manera completamente equivocada) en conexión con creencias religiosas.

El gran Louis Pasteur era vitalista confirmado. Lo mismo cabe decir del filósofo Henri Bergson, premio Nobel de literatura de 1927 y autor de L´évolution créatrice, en la que propone que la evolución es impulsada por un “élan vital”, un ímpetu vital. También era este el caso del físico Pierre Lecomte du Nouy, a quien se debe el término “teléfinalisme” para designar lo que él consideraba como una capacidad innata de los organismos vivos para actuar con un propósito determinado, en oposición a la segunda ley de la termodinámica.

En la actualidad, el vitalismo tiene pocos adeptos, y los ha ido perdiendo a medida que las notables propiedades de los seres vivos se han ido explicando cada vez más en los términos de la física y la química. A su vez, los intentos por definir la vida apelan cada día más a éstas disciplinas.

En 1944, el físico austriaco Edwin Schrödinger, quien goza de fama mundial por el desarrollo de la mecánica ondulatoria, se planteó la cuestión en un librito titulado What is Life, que en su época tuvo mucha influencia. Destacó con perspicacia dos propiedades que son particularmente características de los seres vivos:

  1. Su capacidad de crear orden a partir del desorden al explotar fuentes externas de energías y alimentarse de lo que él llamaba “entropía negativa”.
  2. Su capacidad de transmitir su programa específico de generación en generación, propiedad que Schrödinger, que no sabía nada de DNA, atribuía a un “cristal aperiódico”.

Más recientemente, evolucionistas tales como el inglés Richard Darkins, han destacado el paradigma del “gen egoísta”, una imagen poderosa que pretende ilustrar la idea de que los genes son el objetivo último de la selección natural. Los teóricos, como Stuart Kauffman, asociado desde hace tiempo al famoso Instituto de Santa Fe, donde los ordenadores crean la llamada vida artificial, insiten en la “autoorganización” como una propiedad fundamental de la vida.

La vida es lo que es común a todos los seres vivos. Esta respuesta no es una tautología, porque permite excluir muchos atributos de la definición de la vida. No es necesario tener hojas verdes, o alas, brazos o piernas, o un cerebro, para estar vivo. Ni siquiera es necesario estar formado por muchas células. Enormes cantidades de seres vivos constan de una sola célula. Los más sencillos de ellos, a saber, las bacterias, carecen de núcleo central y de la mayoría de las demás estructuras que pueden verse dentro de las células de organismos más evolucionados; de modo que estas características celulares no son tampoco requisitos para la vida. Lo que queda es lo que los seres humanos tenemos en común con los colibacilos de nuestro tubo digestivo. Todavía es mucho.

Nosotros y los colibacilos, junto con todos los demás seres vivos, estamos formados por células constituidas con las mismas sustancias. Fabricamos nuestros constituyentes mediante los mismos mecanismos. Dependemos de los mismos procesos para extraer energía del ambiente y para convertirla en trabajo útil. Y lo que es más revelador, utilizamos el mismo lenguaje genético, obedecemos al mismo código. Hay diferencias, desde luego. De otra manera seríamos todos idénticos. Pero el programa básico es el mismo. Sólo hay una vida. En realidad, todos los seres vivos conocidos descienden de una única forma ancestral. Nosotros y los colibacilos somos primos lejanos, pero indudablemente emparentados. Si todo esto es así, casi podríamos decir que conocemos el secreto de la vida.

Este conocimiento nos ha llegado de la mano y gracias a los avances de la biología celular, la bioquímica y la biología molecular.

No me entretendré ahora en explicar un poco de historia de cómo se originaron las primeras células a partir de materiales que no estaban organizados como células y de cómo dieron lugar éstas células a toda la gama de seres vivos que pueblan la Tierra.

Los seres vivos son fábricas químicas.

Producir vida es de lo que trata la vida. Lo que se hace de esta manera tiene una notable semejanza con lo que existe, llevando a muchos de los que han reflexionado sobre el fenómeno a insistir en que la característica fundamental de la vida es la capacidad de seguir un programa de acción detallado. Sin duda es una característica importantísima de los organismos vivos. Pero los planos generales y programas de acción son inútiles sin constructores. Y la vida está construida por mecanismos químicos.

No puede haber intento alguno de comprender la vida sin el lenguaje de la química. Ello es más cierto todavía porque incluso la información biológica depende de la química. Por desgracia, pocos de nosotros estamos familiarizados siquiera con los elementos básicos de la química, a pesar del importante papel de las industrias químicas en nuestra civilización tecnológica.

El crecimiento y la multiplicación son las manifestaciones más evidentes de la propiedad autoconstructora de la vida. Dicha actividad se ejerce así mismo en un estado estacionario, en el que nada parece cambiar; pero, en realidad, continuamente tiene lugar un trabajo de construcción de todo tipo que compensa un grado equivalente de degradación. De hecho, descomponer la vida es una característica tan fundamental de la vida como producirla. Ambas actividades son inseparables y, juntas, explican el trasiego, o renovación, de los constituyentes biológicos. A las pocas semanas después de su nacimiento, las células que no se han multiplicado y parecen absolutamente inalteradas empiezan a parecerse a aquellas casas antiguas que han mantenido la misma forma durante siglos, pero en las que se han reemplazado muchas tablas, ladrillos, tejas y cristales de ventanas.

Este extraordinario fenómeno y su sorprendente magnitud se han revelado mediante el uso de sustancias marcadas radiactivamente, es decir, sustancias en las que determinados átomos han sido sustituidos por sus equivalentes (isótopos) radiactivos, el carbono de masa atómica 12 por el carbono radiactivo de masa atómica 14, por ejemplo, o el hidrógeno de masa atómica 1 por el hidrógeno radiactivo de masa atómica 3 (tritio). Pero, cuando a un organismo se le proporciona por un breve periodo de tiempo un alimento que contenga átomos radiactivos, se descubre que éstos (que son detectados por su radioactividad) son rápidamente incorporados a algunos constituyentes biológicos, de los que a continuación desaparecen con la misma celeridad, sustituidos por átomos no radiactivos tan pronto como deja de suministrarse el alimento marcado.

No entraré en las materias primas, nuestros alimentos que, en definitiva, están formados por las mismas piezas de construcción que nuestros propios tejidos (me refiero a las plantas y animales). En sí mismas, estas piezas son típicamente moléculas de pequeño tamaño, constituidas por carbono, hidrógeno y, con mucha frecuencia por oxígeno, a veces azufre. El número de átomos por moléculas rara vez pasa de 30, lo que da masas moleculares generalmente inferiores a doscientas veces la masa del átomo de hidrógeno.

Para un químico, se trata de sustancias sencillas y fáciles de obtener en el laboratorio: En su conjunto, poco más de 50 tipos diferentes de dichas sustancias sencillas (en su mayoría azúcares, aminoácidos, bases nitrogenadas, ácidos grasos y otros pocos compuestos más especializados) representan más del 99 por 100 de la materia orgánica de cualquier ser vivo. A ellas debe añadirse agua, siempre el componente principal, y un cierto número de elementos minerales, entre los que cuentan el sodio, potasio, cloro, calcio, magnesio, hierro, cobre y algunos más.

Pero la autoconstrucción biológica que requiere energía. También ocurre esto con otros tipos de trabajo (mecánico, eléctrico, osmótico, etc.) que realizan los seres vivos. En último término, la principal fuente de dicha energía es la luz solar, que sostiene directamente a todas las plantas verdes y otros organismos fotosintéticos y, a través de la cadena alimentaria, a todos los demás organismos que finalmente dependen del alimento que proporcionan los fotosintéticos.

La utilización biológica de la luz se comprenderá más fácilmente si, consideramos primero, la manera en que nosotros y todos los demás organismos heterótrofos aerobios (que viven en el aire), es decir, animales, hongos y muchos protistas y bacterias, satisfacemos nuestras necesidades energéticas. La palabra clave es combustión; más técnicamente, oxidación. Esto es, la producción de energía por la interacción de determinadas sustancias con el oxígeno… Esta energía sirve para hacer funcionar un generador químico central que, a su vez, proporciona energía a la mayoría de formas de trabajo biológico.

A partir de aquí podríamos entrar en múltiples explicaciones de la combustión celular y sus complejos caminos que nos llevarían al papel básico de las proteínas, los ácidos nucleicos, la información de la circulación genética, etc.

La piedra Rosetta de la vida.

Al portar el mismo mensaje grabado en tres idiomas diferentes, la piedra Rosetta le permitió al egiptólogo francés Jean-Francois Champollion descifrar los jeroglíficos egipcios a principios del siglo XIX. Una hazaña de descodificación de consecuencias incomparablemente mayores se consiguió en 1953, cuando el americano James D, Watson y el Inglés Francis Crack descubrieron la estructura de doble hélice del DNA, posiblemente el mayor descubrimiento que se haya hecho nunca en la comprensión de la vida. Adoptada como logotipo por muchos Institutos científicos y Compañias de Biotecnología, la “doble hélice” se ha convertido en el símbolo de la revolución biológica de la segunda mitad del siglo XX. En realidad, la forma helicoidal de la estructura es, por sí misma, poco importante, una simple consecuencia del hecho de que las cadenas de DNA están retorcidas naturalmente y por ello, cuando se unen, se enrollan en espiral una alrededor de la otra. El aspecto realmente importante del descubrimiento es la parte “doble”, el hecho de que hay dos cadenas de DNA asociadas y, especialmente, la razón para esta asociación. Las dos cadenas, como conjeturó de forma brillante el famoso equipo, son mutuamente complementarias.

Pero pasemos directamente a lo que es el hecho de este comentario y pasémonos por todas la explicaciones que están aquí presentes seguidas del ensamblaje de proteínas, el enigma de los genes fragmentados, lo que se conoce como el “dogma central”, la continuidad de formas, etc.

Para resumir esta descripción de las principales propiedades de la vida, que por fuerza está muy condensada y simplificada, surgen tres conclusiones. En primer lugar, la vida es una. Esta afirmación ya quedó aclarada en todo lo que antes he comentado y está reforzada con todos los datos suministrados. Todos los seres vivos conocidos que subsisten, crecen y se reproducen en este planeta (árboles y plantas con flores, hongos y setas, la extraordinaria riqueza de la vida animal, en las aguas, en el aire y en la tierra, incluyendo a los seres humanos, junto con el mundo inmensamente variado e invisible de las bacterias y protistas), se mantienen y propagan por los mismos mecanismos, sin duda alguna heredados de una forma ancestral común. Esta revelación inspira a la vez admiración y respeto, así como también la comprensión de que la tenaz necesidad de los seres humanos por conocer nos acaba de desvelar, en nuestra época, los secretos de la vida.

Segunda conclusión importante: la vida es química, a la que debe añadirse la física, en la medida en que la química física está implicada en fenómenos tales como la conducción nerviosa o los potenciales de membrana. Nuestras explicaciones de la vida apelan invariablemente a estructuras e interacciones moleculares. El lenguaje de la vida es el lenguaje de la bioquímica. En la actualidad, esta verdad tiende a quedar eclipsada por los avances en genética y biología molecular. El lenguaje de la genética es tan atractivo por su simplicidad, tan fácilmente asequible al profano, que las realidades que hay detrás de él no siempre se toman en consideración. Muchos profesionales de la biología molecular o de la biología evolutiva llevan a cabo sus actividades sin apelar a conceptos bioquímicos, de los que a veces son sorprendentemente ignorantes.

En sus simulaciones informáticas, los biólogos teóricos sustituyen las estructuras moleculares por símbolos, y las reacciones químicas por algoritmos. Tales ejercicios pueden ser útiles e iluminadores. Pero llamar “vida artificial” a su resultado es engañoso. Si algún día se consigue crear vida artificialmente, será en un tubo de ensayo, no en un ordenador.

Pero vayamos acercándonos a lo que nos interesa, la Mente está en las cabezas sustentada por el cerebro. Esto lo sabemos por nuestra experiencia cotidiana. Lo que la ciencia moderna nos ha enseñado además es que la mente y el cerebro están íntimamente conectados, anatómica, funcional e históricamente, por enlaces que empiezan a comprenderse. Ambos se hallan relacionados de manera indisoluble, lo que lleva a la idea de que los pensamientos, los sentimientos y otras manifestaciones de la mente son productos de las actividades de las neuronas en el cerebro. El concepto no es nuevo. Lo mismo se decía hace dos siglos. Pero no haré aquí historia, lo haría extremadamente largo.

La sede de la conciencia es la corteza cerebral.

emilio silvera

 

  1. 1
    Yack
    el 16 de julio del 2009 a las 16:11

    Estimado Emilio, al margen de lo que has comentado y con lo que estoy de acuerdo, pienso que la propiedad más importante y característica de los seres vivos es la teleonomia. Es decir, todas sus partes están organizadas y estructuradas de acuerdo con un programa general y con una serie de subprogramas ensamblados en él.
    Si alguna vez descubrieramos seres de otra galaxia, que no se parecieran en nada a los de aquí, creo que la única propiedad que nos valdría para saber si son formas vivas sería su teleonomia.
    Saludos cordiales y enhorabuena por el blog y, sobre todo, por sus contenidos.

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