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Recordemos lo que fue el Laboratorio Cavendish
por Emilio Silvera ~ Clasificado en Rumores del Saber ~ Comments (1)
El laboratorio Cavendish de la Universidad de Cambridge, en Inglaterra, es posiblemente la institución científica más prestigiosa del mundo. Desde su fundación, a finales del siglo XIX, el laboratorio ha sido responsable de algunos de los avances más innovadores y trascendentales de todos los tiempos: el descubrimiento del electrón (1897), el descubrimiento de los isótopos de los elementos ligeros de la tabla periódica (1919), la división del átomo (1919), la revelación de la estructura del ADN (1953) y el descubrimiento de los púlsares (1967). Desde la creación del premio Nobel en 1.901, más de veinte científicos del Laboratorio Cavendish o formados en él lo han ganado, ya sea en Física o en Química.
Fundado en 1871, el Laboratorio abrió sus puertas tres años después en un edificio neogótico de Free School Lane, que ostentaba una fachada de seis hastiales y una maraña de pequeñas habitaciones conectadas, en palabras de Steven Weinberg, “por una red incomprensible de escaleras y corredores.”
A finales del siglo XIX, poca gente sabía con exactitud a qué se dedicaban los “físicos”. El término mismo era relativamente nuevo. En Cambridge, la física se enseñaba como parte del grado de matemáticas.
En este sistema no había espacio para la investigación: se consideraba que la física era una rama de las matemáticas y lo que se le enseñaba a los estudiantes era como resolver problemas.
En la década de 1870, la competencia económica que mantenían Alemania, Francia, Estados Unidos, y Gran Bretaña se intensificó. Las Universidades se ampliaron y se construyó un Laboratorio de física experimental en Berlín.
Cambridge sufrió una reorganización. William Cavendish, el séptimo duque de Devonshire, un terrateniente y un industrial, cuyo antepasado Henry Cavendish había sido una temprana autoridad en teoría de la gravitación, accedió a financiar un Laboratorio si la Universidad prometía fundar una cátedra de física experimental. Cuando el laboratorio abrió, el duque recibió una carta en la que se le informaba (en un elegante latín) que el Laboratorio llevaría su nombre.
Tras intentar conseguir sin éxito atraer primero a William Thomson, más tarde a lord kelvin (quien entre otras cosas, concibió la idea del cero absoluto y contribuyó a la segunda ley de la termodinámica) y después a Hermann von Helmhltz, de Alemania (entre cuyas decenas de ideas y descubrimientos destaca una noción pionera del cuanto), finalmente se ofreció la dirección del centro a James Clerk Maxwell, un escocés graduado en Cambridge. Este fue un hecho fortuito, pero Maxwell terminaría convirtiéndose en lo que por lo general se considera el físico más destacado entre Newton y Einstein. Su principal aportación fue, por encima de todo, las ecuaciones matemáticas que permiten entender perfectamente la electricidad y el magnetismo. Estas explicaban la naturaleza de la luz, pero también condujeron al físico alemán Heinrich Hertz a identificar en 1887, en karlsruhe, las ondas electromagnéticas que hoy conocemos como ondas de radio.
Maxwell también creó un programa de investigación en Cavendish con el propósito de idear un estándar preciso de medición eléctrica, en particular la unidad de resistencia eléctrica, el ohmio. Esta era una cuestión de importancia internacional debido a la enorme expansión que había experimentado la telegrafía en la década de 1850 y 1860, y la iniciativa de Maxwell no solo puso a Gran Bretaña a la vanguardia de este campo, sino que también consolidó la reputación del Laboratorio Cavendish como un centro en el que se trataban problemas prácticos y se ideaban nuevos instrumentos.
A este hecho es posible atribuir parte del crucial papel que el laboratorio iba a desempeñar en la edad dorada de la Física, entre 1897 y 1933. Los científicos de Cavendish, se decía, tenían “sus cerebros en la punta de los dedos.”
Maxwell murió en 1879 y le sucedió lord Rayleigh, quien continuó su labor, pero se retiró después de cinco años y, de manera inesperada, la dirección pasó a un joven de veintiocho años, Joseph John Thomson, que a pesar de su juventud ya se había labrado una reputación en Cambridge como un estupendo físico-matemático. Conocido universalmente como “J.J.!, puede decirse que Thomson fue quien dio comienzo a la segunda revolución científica que creó el mundo que conocemos.
La primera revolución científica comenzó con los descubrimientos de Copérnico, divulgados en 1543, y los de Isaac Newton en 1687 con su Gravedad y su obra de incomparable valor Principia Matemática, a todo esto siguió los nuevos hallazgos en la Física, la biología y la psicología.
Pero fue la Física la que abrió el camino. Disciplina en permanente cambio, debido principalmente a la forma de entender el átomo (esa sustancia elemental, invisible, indivisible que Demócrito expuso en la Grecia antigua).
En estos primeras décadas del siglo XIX, químicos como John Dalton se habían visto forzados a aceptar la teoría de los átomos como las unidades mínimas de los elementos, con miras a explicar lo que ocurría en las reacciones químicas (por ejemplo, el hecho de que dos líquidos incoloros produjeran, al mezclarse, un precipitado blanco). De forma similar, fueron estas propiedades químicas y el hecho de que variaran de forma sistemática, combinada con sus pesos atómicos, lo que sugirió al ruso Dimitri Mendeleyev la organización de la Tabla Periódica de los elementos, que concibió jugando, con “paciencia química”, con sesenta y tres cartas en su finca de Tver, a unos trescientos kilómetros de Moscú.
Pero además, la Tabla Periódica, a la que se ha llamado “el alfabeto del Universo” (el lenguaje del Universo), insinuaba que existían todavía elementos por descubrir.
La tabla de Mendeleyev encajaba a la perfección con los hallazgos de la Física de partículas, con lo que vinculaba física y química de forma racional: era el primer paso hacia la unificación de las ciencias que caracterizaría el siglo XX.
En Cavendish, en 1873, Maxwell refinaría la idea de átomo al introducir la idea de campo electromagnético (idea que tomó prestada de Faraday), y sostuvo que éste campo “impregnaba el vacío “y la energía eléctrica y magnética se” propagaba a través de él” a la velocidad de la luz. Sin embargo, Maxwell aún pensaba en el átomo como algo sólido y duro y que, básicamente, obedecían a las leyes de la mecánica.
El problema estaba en el hecho de que, los átomos, si existían, eran demasiado pequeños para ser observados con la tecnología entonces disponible.
Esa situación empezaría a cambiar con Max Planck, el físico alemán que, como parte de su investigación de doctorado, había estudiado los conductores de calor y la segunda ley termodinámica, establecida originalmente por Rudolf Clausius, un físico alemán nacido en Polonia, aunque lord kelvin también había hecho algún aporte.
Clausius había presentado su ley por primera vez en 1850, y esta estipulaba algo que cualquiera podía observar, a saber, que cuando se realiza un trabajo la energía se disipaba convertida en calor y que ese calor no puede reorganizarse en una forma útil. Esta idea, que por lo demás parecería una anotación de sentido común, tenía consecuencias importantísimas.
Dado que el calor (energía) no podía recuperarse, reorganizarse y reutilizarse, el Universo estaba dirigiéndose gradualmente hacia un de orden completo:
Una casa que se desmorona nunca se reconstruye así misma, una botella rota nunca se recompone por decisión propia. La palabra que Clausius empleó para designar este fenómeno o desorden irreversible y creciente fue “entropía”: su conclusión era que, llegado el momento, el Universo moriría.
En su doctorado, Planck advirtió la relevancia de esta idea. La segunda ley de la termodinámica evidenciaba que el tiempo era en verdad una parte fundamental del Universo, de la física. Sea lo que sea, el tiempo es un componente básico del mundo que nos rodea y se relaciona con la materia de formas que todavía no entendemos.
La noción de tiempo implica que el Universo solo funciona en un sentido, hacia delante, nunca se está quieto ni funciona hacia atrás, la entropía lo impide, su discurrir no tiene marcha atrás. ¿No será nuestro discurrir lo que siempre marcha hacia delante, y, lo que tenemos por tiempo se limita a estar ahí?
emilio silvera
el 24 de noviembre del 2009 a las 5:16
Hola, me ha gustado esta entrada y los datos sobre el Laboratorio… algunos de ellos desconocidos para mí. Gracias por la información.