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El secreto de lo muy pequeño.
por Emilio Silvera ~ Clasificado en Física ~ Comments (6)
Siempre, desde que puedo recordar, me llamó la atención los misterios y secretos encerrados en la Naturaleza y, la innegable batalla mantenida, a lo largo de la historia, por los científicos para descubrirlos.
Hacia 1900 se sabía que el átomo no era una partícula simple e indivisible-invisible, como predijo Demócrito más de 2.000 años antes, pues contenía, por lo menos, un corpúsculo subatómico: el electrón, cuyo descubridor fue J.J.Thomson, el cual supuso que los electrones se arracimaban como uvas en el cuerpo principal del átomo de carga positiva.
Poco tiempo después resultó evidente que existían otras partículas en el interior del átomo. Cuando Becquerel descubrió la radiactividad, identificó como emanaciones constituidas por electrones algunas de las radiaciones emitidas por sustancias radiactivas.
Pero también quedaron al descubierto otras emisiones. Los Curie en Francia y Ernest Rutherford en Inglaterra, detectaron una emisión bastante menos penetrante que el flujo electrónico. Rutherford la llamó “rayos alfa”, y denominó “rayos beta” a la emisión de electrones.
Los electrones volantes constitutivos de esta última radiación son, individualmente, “partículas beta”. Así mismo, se descubrió que los rayos alfa estaban formados por partículas, que fueron llamadas “partículas alfa”. Como ya sabemos, “alfa” y “beta” son las primeras letras del alfabeto griego y se escriben con los gráficos α y ß.
Entretanto, el químico francés Paul Verich Villard descubría una tercera forma de emisión radiactiva, a la que dio el nombre de “rayos gamma”, es decir, la tercera letra del alfabeto griego . Pronto se identificó como una radiación análoga a los rayos x, aunque de menor longitud de onda.
Mediante sus experimentos, Rutherford comprobó que un campo magnético desviaba las partículas alfa con mucho menos fuerza que las partículas beta. Por añadidura, las desviaba en dirección opuesta. La cual significaba que la partícula alfa tenía una carga positiva, es decir, contraria a la negativa del electrón. La intensidad de tal desviación permitió calcular que la partícula alfa tenía como mínimo, una masa dos veces mayor que la del hidrogenión cuya carga positiva era la más pequeña conocida hasta entonces.
En 1909, Rutherford pudo aislar las partículas alfa. Puso material radiactivo en un tubo de vidrio fino rodeado por vidrio grueso e hizo el vacío entre ambas superficies. Las partículas alfa pudieron atravesar la pared fina, pero no la gruesa, lo que dio lugar a que las partículas quedaran aprisionadas entre ambas, y Rutherford recurrió entonces a la descarga eléctrica para excitar las partículas alfa, hasta llevarla a la incandescencia. Entonces mostraron los rayos espectrales del helio.
Hay pruebas de que las partículas alfa producidas por sustancias radiactivas en el suelo constituyen el origen del helio en los pozos de gas natural.
Si la partícula alfa es helio, su masa debe ser cuatro veces mayor que la del Hidrógeno. Ello significa que la carga positiva de este último equivale a dos unidades, tomando como unidad la carga del hidrogenión.
Más tarde, Rutherfor identificó otra partícula positiva en el átomo. A decir verdad, había sido detectada y reconocida ya muchos años antes. En 1886, el físico alemán Eugen Goldstein, empleando un tubo catódico con un cátodo perforado, descubrió una nueva radiación, que fluía por los orificios del cátodo en dirección opuesta a la de los rayos catódicos. La denominó “rayos canales”.
En 1.902, esta radiación sirvió para detectar por vez primera el efecto Doppler-Fizean respecto a las ondas luminosas de origen terrestre. El físico alemán de nombre Johannes Stark orientó un espectroscopio de tal forma que los rayos cayeron sobre éste, revelando la desviación hacia el violeta. Por estos trabajos se le otorgó el premio Nóbel de Física en 1919.
Puesto que los rayos canales se mueven en dirección opuesta a los rayos catódicos de carga negativa, Thomson propuso que se diera a esta radiación el nombre de “rayos positivos”. Entonces se comprobó que las partículas de rayos positivos podían atravesar fácilmente la materia. De aquí que fuesen considerados, por su volumen, mucho más pequeños que los iones corrientes o átomos. La desviación determinada, en su caso, por un campo magnético, puso de relieve que la más ínfima de estas partículas tenía carga y masa similares a las del hidrogenión, suponiendo que este ion contuviese la misma unidad posible de carga positiva.
Por consiguiente, se dedujo que la partícula del rayo positivo era la partícula positiva elemental, o sea, el elemento contrapuesto al electrón, Rutherford la llamó “protón” (del neutro griego protón, “lo primero”).
Desde luego, el protón, y el electrón llevan cargas eléctricas iguales, aunque opuestas; ahora bien, la masa del protón, referida al electrón, es 1836 veces mayor (como señalo en el gráfico anterior).
Parecía probable pues que el átomo estuviese compuesto por protones y electrones, cuyas cargas se equilibran entre sí. También parecía claro que los protones se hallaban en el interior del átomo y no se desprendían, como ocurría fácilmente con los electrones. Pero entonces se planteó el gran interrogante: ¿cuál era la estructura de esas partículas en el átomo?
El núcleo atómico
El propio Rutherford empezó a vislumbrar la respuesta.
Entre 1906 y 1908 (hace ahora un siglo) realizó constantes experimentos disparando partículas alfa contra una lámina sutil de metal (como oro o platino), para analizar sus átomos. La mayor parte de los proyectiles atravesaron la barrera sin desviarse (como balas a través de las hojas de un árbol). Pero no todos. En la placa fotográfica que le sirvió de blanco tras el metal, Rutherford descubrió varios impactos dispersos e insospechados alrededor del punto central. Comprobó que algunas partículas habían rebotado. Era como si en vez de atravesar las hojas, algunos proyectiles hubiesen chocado contra algo más sólido.
Rutherford supuso que aquellas “balas” habían chocado contra una especie de núcleo denso, que ocupaba sólo una parte mínima del volumen atómico y ese núcleo de intensa densidad, desviaban los proyectiles que acertaban a chocar contra él. Ello ocurría en muy raras ocasiones, lo cual demostraba que los núcleos atómicos debían ser realmente ínfimos, porque un proyectil había de encontrar por fuerza muchos millones de átomos al atravesar la lámina metálica.
Era lógico suponer, pues, que los protones constituían ese núcleo duro. Rutherford representó los protones atómicos como elementos apiñados alrededor de un minúsculo “núcleo atómico” que servía de centro (después de todo eso, hemos podido saber que el diámetro de ese núcleo equivale a algo más de una cienmilésima del volumen total del átomo.)
En 1908 se concedió a Rutherfor el premio Nobel de Química, por su extraordinaria labor de investigación sobre la naturaleza de la materia. El fue el responsable de importantes descubrimientos que permitieron conocer la estructura de los átomos en esa primera avanzadilla.
Desde entonces se pueden descubrir con términos más concretos los átomos específicos y sus diversos comportamientos. Por ejemplo, el átomo de hidrógeno posee un solo electrón. Si se elimina, el protón restante se asocia inmediatamente a alguna molécula vecina; y cuando el núcleo desnudo de hidrógeno no encuentra por este medio un electrón que participe, actúa como un protón -es decir, una partícula subatómica-, lo cual le permite penetrar en la materia y reaccionar con otros núcleos si conserva la suficiente energía.
El helio, que posee dos electrones, no cede uno con tanta facilidad. Sus dos electrones forman un caparazón hermético, por lo cual el átomo es inerte. No obstante, si se despoja al helio de ambos electrones, se convierte en una partícula alfa, es decir, una partícula subatómica portadora de dos unidades de carga positiva.
Hay un tercer elemento, el litio, cuyo átomo tiene tres electrones. Si se despoja de uno o dos, se transforma en ion. Y si pierde los tres, queda reducida a un núcleo desnudo, con una carga positiva de tres unidades.
Las unidades de una carga positiva en el núcleo atómico deben ser numéricamente idéntica a los electrones que contiene como norma, pues el átomo suele ser un cuerpo neutro y esta igualdad de lo positivo con lo negativo, es el equilibrio. Y, de hecho, los números atómicos de sus elementos se basan en sus unidades de carga positiva, no en las de carga negativa, porque resulta fácil hacer variar el número de electrones atómicos dentro de la formación iónica, pero, en cambio, se encuentran grandes dificultades si se desea alterar el número de sus protones.
Apenas esbozado este esquema de la construcción atómica, surgieron nuevos enigmas. El número de unidades con carga positiva en un núcleo no equilibró, en ningún caso, el peso nuclear ni la masa, exceptuando el caso del átomo de hidrógeno. Para citar un ejemplo, se averiguó que el núcleo de helio tenía una carga positiva dos veces mayor que la del núcleo de hidrógeno; pero, como ya se sabía, su masa era cuatro veces mayor que la de este último. Y la situación empeoró progresivamente a medida que se descendía por la tabla de elementos, e incluso cuando se alcanzó el uranio, se encontró un núcleo con una masa igual a 238 protones, pero una carga que equivalía sólo a 92.
¿Cómo era posible que un núcleo que contenía cuatro protones (según se suponía del núcleo de helio) tuviera sólo dos unidades de carga positiva? Según la más simple y primera conjetura emitida, la presencia en el núcleo de partículas cargadas negativamente y con peso despreciable, neutralizaba dos unidades de su carga. Como es natural, se pensó también –en el electrón-. Se podría componer el rompecabezas si se suponía que el núcleo de helio estaba integrado por cuatro protones y dos electrones neutralizadores, lo cual deja libre una carga positiva neta de dos, y así sucesivamente, hasta llegar al uranio, cuyo núcleo tendría, pues, 238 protones y 146 electrones, con 92 unidades libres de carga positiva.
El hecho de que los núcleos radiactivos emitieran electrones (según se había comprobado ya, por ejemplo, en el caso de las partículas beta) reforzó esta idea general.
Dicha teoría prevaleció durante más de una década, hasta que, por caminos indirectos, llegó una respuesta mejor, como resultado de otras investigaciones.
Pero entretanto se había presentado algunas objeciones rigurosas contra dicha hipótesis. Por lo pronto, si el núcleo estaba constituido esencialmente de protones, mientras que los ligeros electrones no aportaban prácticamente ninguna contribución a la masa, ¿cómo se explicaba que las masas relativas de varios núcleos no estuvieran representadas por números enteros? Según los pesos atómicos conocidos, el núcleo del átomo cloro, por ejemplo, tenía una masa 35’5 veces mayor que la del núcleo del hidrógeno. ¿Acaso significaba esto que contenía 35’5 protones? Ningún científico (ni entonces ni ahora) podía aceptar la existencia de medio protón.
Este singular interrogante encontró una respuesta incluso antes de solventar el problema principal. Y ello dio lugar a una interesante historia.
ÍSOTOPOS
Construcción de bloques uniformes.
emilio silvera
el 26 de octubre del 2009 a las 9:24
Nada que objetar a tan brillante explicación. Sólo quería comentar algo que he recordado al leer la cita de Democrito. En no pocas ocasiones he oido alabar con veneración a Democrito por anticipar varios siglos la indivisibilidad del átomo. Y me refiero a la indivisibilidad conceptual porque un átomo de oro deja de ser oro cuando se divide. En estos casos y otros parecidos, no se cae en la cuenta de que sólo había dos posibilidades respecto a la divisibilidad del átomo: o era o no era.
Es como adivinar si una embarazada va a tener niño o niña. La mitad de las conjeturas son ciertas, pero por eso mismo carecen de mérito alguno.
Así que, Democrito sólo tuvo el mérito de acertar entre cara o cruz y, ni siquiera acerto del todo, porque el átomo, despues de todo, sí es físicamente divisible.
Saludos.
el 26 de octubre del 2009 a las 11:28
Amigo Jack, buen apunte a mi comentario y, además, estoy contigo en lo que dices, ya que, Demócrito nunca pudo intuir la complejida que un átomo conlleva y, como bien dices, sí es divisible en contra de sus pronósticos que, todos le perdonamos al tener en cuenta la época en que lo predijo y los escasos conocimientos que sobre la Física de hoy tenian.
Un abrazo amigo.
el 26 de octubre del 2009 a las 19:03
Hola amigo Emilio: Es una alegría tenerte aquí con tus doctas explicaciones. En cuanto a Domócrito creo que sí que acertó, en realidad el átomo de Demócrito podemos considerar que son las partículas subatómicos indivisibles. Pero, claro, como tú dices, Emilio, con una complejidad imprevisible en tiempo del filósofo griego.
Abrazos. Ramon Marquès
el 26 de octubre del 2009 a las 20:48
El mérito de acertar está en función de la cantidad de posibles respuestas alternativas de probabilidad similar. Cuando sólo hay dos respuestas posibles el mérito es nulo.
Leí una fábula a Daniel Dennet sobre el tema del mérito de acertar que te expongo porque creo que merece la pena: Se seleccionan 10000 personas y se les cita por separado sin darles ningún tipo de información. Se les pide que se saquen una moneda del bolsillo y se concentren con toda su fuerza en adivinar si saldrá cara o cruz. La mitad fallan y ahí acaba el experimento, pero a la mitad que aciertan se les pide que vuelvan a lanzar la moneda y traten de adivinar lo que saldrá a continuación. El proceso se repite hasta 10 veces y a los sobrevivientes estadísticos que han acertado todas se les pregunta muy seriamente cómo se las han arreglado para acertar diez veces seguidas. Nosotros sabemos que su mérito es nulo pero ellos están exultantes, absolutamente seguros de poseer un poder adivinatorio sobrehumano y ansiosos de dirigirse a la primera administración de loterías para explotar su prodigioso poder adivinatorio recién descubierto.
Básicamente, lo que quiere decir esta fábula es que el mérito del acierto no siempre es lo que parece y hay que evaluar la situación globalmente. Diez mil adivinos pueden acertar muchas cosas si sólo se toma en cuenta el que acertó y no los que fallaron. En el caso de Democrito y los adivinos binarios (blanco/negro, divisible/indivisible, niño/niña, etc.), el mérito es siempre cero, con independencia de que Democrito pudiera ser un genio para otro tipo de predicciones. En aquel tiempo, hablar de las propiedades profundas de la materia era un brindis al sol y cualquier acierto, pura casualidad exenta de mérito.
Saludos.
el 27 de octubre del 2009 a las 2:14
Pero fué un mérito de Demócrito elegir la opción divisible/indivisible y no otra. Los demás filósofos, que yo sepa, no hablaron de esta cuestión tan importante, como diríamos, pasando de largo. Saludos. Ramon Marquès
el 27 de octubre del 2009 a las 9:00
En primer lugar, quiero manifestar que no tengo nada contra Democrito. Únicamente quería dejar claro el hecho de que su acierto sobre la indivisibilidad ad infinitum de la materia no tiene ningún mérito. La mayoría de las personas creen que Democrito fue un genio por el simple hecho de que llegó a la misma conclusión que los científicos actuales con varios siglos de antelación y sin ningún instrumental de análisis. He intentando varias veces hacerles comprender que no tuvo, en ese caso, ningún mérito pero ha sido en vano.
Por otra parte, los filósofos griegos se dedicaban a explorar todas las preguntas posibles, en especial las binarias, por puro entretenimiento y diversión. Si conocemos a Democrito es porque se planteó esa pregunta (probablemente no fue el único), acertó (y probablemente tampoco fue el único) y, lo más difícil de todo, lo dejó escrito y, milagrosamente, nos ha llegado esa información. Sólo los adivinos que aciertan y que salen en tv son conocidos.
Hubo filósofos que tuvieron intuiciones (como que la Tierra era redonda) a partir de observaciones e interpretaciones válidas (la longitud variable de la sombra) y esos sí tuvieron el mérito que se les atribuye, pero no se me ocurre qué razonamiento válido pudo llevar a Democrito a tal suposición si aún estamos explorando la estructura fina de la materia.
Pero todo esto ya lo sabes tú Ramón. Sólo quise aprovechar la oportunidad que me ofrecía Emilio (por pura casualidad) de quitarme la espinita de Democrito que tanto me atormenta cada vez que oigo hablar de su genial intuición.
Saludos.