Sep
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El Peso de un mundo
por Emilio Silvera ~ Clasificado en Ciencia futura ~ Comments (24)
Tal como están las cosas en estos días de sucesos trágicos y graves consecuencias para muchísimas personas, creo que necesitamos despejar las Mentes, pensar en cosas distintas antes de volver a preocuparnos por los acontecimientos del presente. Es necesario que, de vez en cuando, nos relajemos y hagamos un ejercicio mental que nos aísle de una realidad dolorosa para entrar en otros temas que, nos puedan procurar un descanso que necesitamos. Aquí os dejo esto que, aunque estuvo aquí no hace mucho, creo que nos vendrá bien a todos.
Hans Zimmer. Amazing Czarina Russel in Now we are free
Fuera de la atmósfera terrestre, una nave blanca y estilizada surca el espacio. Mientras suenan las notas de “El Danubio azul”, la nave se desliza hacia una estación orbital en forma de rueda, que gira majestuosamente, dispuesta a atracar en un hangar situado en el eje de la misma. Este peculiar vals, perteneciente a la película “2001, una odisea del espacio”, se ha convertido en una de las secuencias más emblemáticas de la ciencia ficción. Pero la razón última del giro de la estación no es solamente proporcionar un placer estético al espectador, sino generar para los habitantes de la misma algo casi tan indispensable cómo el aire que respiran: gravedad.
¿Qué es la gravedad?. Newton descubrió que dos masas cualesquiera se atraen mutuamente con una fuerza inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que las separa. Debido a esto, en presencia de un campo gravitatorio todo cuerpo se ve sometido a una aceleración que se conoce cómo aceleración de la gravedad y se representa por la letra g. En la superficie terrestre el valor de g es de 9,8 m/seg2 y normalmente se considera cómo una referencia: las aceleraciones de los vehículos suelen medirse muchas veces cómo múltiplos de g. Conforme nos alejamos del planeta este valor disminuye, hasta acabar resultando casi imperceptible.
Eso no significa, sin embargo, que se haya escapado de su influjo: todos los objetos del universo, hasta la más lejana galaxia, interactuan gravitatoriamente entre si. La ingravidez, entendida cómo ausencia de gravedad, no existe. Sí existen condiciones de microgravedad, en la que el valor de la gravedad es muy pequeño, o de caída libre, cuando atracción gravitatoria se ve compensada por otra fuerza, cómo por ejemplo la inercia de un cuerpo que gira. Pero en cualquiera de ambos casos el efecto es el mismo: el peso, esa fuerza invisible contra la que luchamos todos los días de nuestra vida, se vuelve imperceptible.
El hombre es una especie que ha evolucionado dentro del campo de gravedad del planeta Tierra. Nuestro sistema circulatorio, nuestros músculos, toda nuestra estructura ósea están conformadas por esa fuerza que tira de nosotros día y noche. Ahora bien: Ccómo responde nuestro organismo cuando el peso desaparece?. El deseo de volar, la posibilidad de desplazarse libremente por el espacio, es algo profundamente arraigado en nuestro interior, quizás cómo un recuerdo de la ingravidez que experimentábamos al flotar en el útero materno. En este sentido, la ausencia de peso ofrece posibilidades sumamente interesantes. Por ejemplo, en la danza siempre ha existido una componente etérea, un desplazarse más allá de las ataduras de la gravedad.
¿Cuáles serán los límites de esta disciplina cuando verdaderamente el peso no exista?. En “Danza Estelar”, de Spider y Jeanne Robinson, ganadora del Hugo y el Locus, se nos muestran cómo la danza puede alcanzar nuevas formas de expresión cuando tiene lugar fuera del campo gravitatorio terrestre, y cómo alguien que sobre la Tierra es un tullido funcional, en caída libre puede convertirse en un artista insuperable.
Otro tanto podría decirse respecto de la arquitectura. Hoy en día ya se está investigando en el espacio sobre la fabricación de nuevos materiales, cómo aleaciones especiales y cristales, que solo se pueden conseguir en condiciones de micro-gravedad. Las arco-logias en órbita que nos pinta Haldeman en “Mundos” tenían precisamente una economía basada en el comercio de ese tipo de productos. Además, construir en semejante entorno genera nuevos grados de libertad en la mente del arquitecto. Por ejemplo, en “Blue Champagne”, de Varley, aparece una estructura llamada La Burbuja, una enorme masa de agua situada en órbita con una burbuja de aire en su interior, destinada al entretenimiento de los habitantes y turistas de una estación espacial.
La ausencia de peso incluso podría servir para prolongar la vida. En efecto, nuestro organismo suele acabar rindiéndose ante el esfuerzo implacable que sufren nuestro corazón y nuestros músculos al funcionar durante décadas dentro de un campo de gravedad. Pero cómo bien señala Carl Sagan en “Contacto”, en gravedad cero las caderas no se quiebran. En esta novela, un grupo de millonarios se refugian en un hábitat orbital tratando de encontrar una cura a sus dolencias… e incluso buscando la inmortalidad biológica en el proceso. Algo parecido plantea Clarke en “El secreto”, donde en una base lunar se descubre que la vida se prolonga considerablemente en condiciones de baja gravedad, pero aparece el problema de cómo comunicar a la Tierra que ese don solo estará disponible para los pocos privilegiados que puedan acceder a ese entorno. Clarke vuelve sobre ese tema en “2061”, donde Floyd, uno de los protagonistas de las entregas anteriores, ha conseguido prolongar su vida hasta los 103 años en perfectas condiciones de salud debido a su ininterrumpida estancia en condiciones de baja gravedad durante décadas.
La misma persona viviendo en la Luna o en la Tierra
Sin embargo, a pesar de sus múltiples ventajas la vida en ausencia de peso no está exenta de inconvenientes. Por ejemplo, nuestro oído interno, el órgano de equilibrio de nuestro organismo, en algunos casos resulta gravemente afectado por la ausencia de gravedad. El resultado es una sensación de nausea y desequilibrio, el llamado “mareo espacial”, que puede prolongarse durante unos cuantos días. El problema es que vomitar en esas condiciones resulta peligrosísimo, especialmente dentro de un traje espacial. Al no existir gravedad que haga caer los residuos, estos pueden provocar la asfixia del ocupante del traje al quedar flotando dentro del mismo.
Otro aspecto, esta vez más psicológico, es el de la orientación. El ser humano se ha desarrollado en un entorno en el que existe una dirección de “abajo” claramente establecida e inconscientemente tendemos a orientarnos según esa premisa. Sin embargo, en el espacio “abajo” no existe. Es necesario desarrollar todo un nuevo esquema de visión tridimensional para poder desplazarse con efectividad en esas condiciones. Un ejemplo clásico es el de las impresiones del protagonista de “Cita con Rama” al enfrentarse a su primera visión del interior de la inmensa nave espacial cilíndrica.
La nave de Cita con Rama
En su experiencia, pasó de imaginar que se encontraba en el fondo de una inmensa lata a la imagen de un túnel que se abría ante él… para terminar visualizándose cómo un insecto caminando boca abajo sobre la tapadera de la lata, con todo el terror psicológico a despeñarse hacia el increíblemente lejano fondo que ello suponía. De todos modos, el autor que mejor ha reflejado la problemática de la orientación tridimensional en ambientes de baja gravedad ha sido sin duda Orson Scott Card. En su novela “El juego de Ender”, las escenas de entrenamiento en un entorno de ingravidez, la sala de batalla, y los problemas de orientación y movilidad asociados a dicho entorno resultan insuperables y muestran cómo es indispensable una preparación muy especial para desarrollar las habilidades necesarias para el combate en gravedad cero.
Durante algún Tiempo en un ambiente de micro-gravedad, no es nada bueno para el cuerpo
Mas graves son los efectos que se producen sobre nuestra masa muscular y la desmineralización. En efecto, al no estar sometidos al esfuerzo continuo al que les somete la gravedad, los músculos se relajan y acaban atrofiándose. Tras una estancia de apenas unos meses, y sin un programa de ejercicio adecuado para mantener sus músculos tonificados, un astronauta ya no es capaz de desenvolverse sin ayuda al volver sobre la superficie del planeta. También son muy importantes los problemas de descalcificación ósea y la pérdida de minerales: los huesos se vuelven delgados cómo el papel y acaban siendo incapaces de soportar nuestro peso sin romperse. Este es por ejemplo el caso que nos presentan Bruce Sterling y William Gibson en “Estrella Roja, Órbita de Invierno”, donde el coronel Korolev, que lleva 20 años viviendo en ausencia de gravedad, se encuentra varado en una estación espacial soviética vieja, obsoleta, y a punto de ser desmantelada, sin ninguna posibilidad de poder volver a pisar la superficie del planeta que le vio nacer.
En este sentido, abandonar la superficie de nuestro planeta recuerda en muchas ocasiones un viaje sin retorno. El espacio se convierte en una nueva frontera, llena de posibilidades… pero cuya conquista exige en cierto modo renunciar a nuestros orígenes. Por supuesto, siempre se pueden buscar alternativas.
Por ejemplo, el protagonista de “Un fantasma recorre Texas”, de Fritz Leiber, viste un exoesqueleto de titanio que sustituye a sus músculos atrofiados y protege a sus huesos descalcificados durante su primera visita a la Tierra tras toda una vida en el espacio. En “Mundos”, de Haldeman, los viajeros que tenían que descender a la superficie terrestre desde los hábitats espaciales debían someterse a un intenso y estricto programa de ejercicios físicos para tonificar su sistema muscular, mientras que en “La luna es una cruel amante”, de Heinlein, los trabajos en baja gravedad se desarrollaban normalmente a la mayor velocidad posible, para que los trabajadores no quedasen varados para siempre debido a los efectos secundarios de la ingravidez (algo parecido a lo que se hace actualmente, pues las tripulaciones de la estación espacial internacional se relevan periódicamente para evitar los efectos acumulativos de la exposición a la falta de peso).
Pero al igual que los peces que hace millones de años abandonaron el océano y conquistaron la tierra, la humanidad también puede asumir el reto que plantea la ingravidez y partir a la conquista del espacio sin volver la vista atrás. Ya en “Encuentro con Medusa” Clarke utiliza chimpancés modificados para incrementar su inteligencia, cómo operarios en tareas donde prima la habilidad manual. Este concepto se desarrolla plenamente en la novela “En caída libre”, de Lois McMaster Bujold, con la figura de los cuadrúmanos, una especie modificada por ingeniería genética con cuatro brazos y sin piernas, diseñados para el trabajo en gravedad cero (donde las piernas, en efecto, son inútiles) y que el protagonista ayuda a liberar de la esclavitud a la que se encuentran sometidos por la compañía que les diseñó.
Yendo un poco más allá, estas modificaciones pueden incluso aplicarse sobre nuestro propio genoma a fin de adaptar a la humanidad a las condiciones de vida que pueden encontrarse en el espacio exterior. En “Mundos en el Abismo” e “Hijos de la Eternidad”, Aguilera y Redal presentan la raza de los colmeneros, una especie que se ha adaptado a la vida en las condiciones de espacio profundo y en ausencia de gravedad hasta el punto de que ya no parecen humanos.
Pero donde esta idea se lleva a sus últimas consecuencias es en la serie de Dan Simmons sobre Hyperion, y especialmente en su novela corta “Náufragos de la hélice”, ganadora del Locus. En esta obra se lleva a cabo una detallada descripción de los Exter, una subespecie de la humanidad que también se ha adaptado a las condiciones de vida en el espacio profundo. Los Exters no solamente tienen hábitats semejantes a los de los colmeneros en asteroides o en el equivalente a la esfera de Dyson que son los anillos bosques orbitales, sino que están completamente adaptados al medio en el que viven: no necesitan respirar, su cuerpo está perfectamente preparado para el vacío y a la ingravidez e incluso algunos están dotados de inmensas velas solares que utilizan para volar a través del espacio. Poul Anderson también utiliza una adaptación genética a las condiciones espaciales en “Las estrellas son de fuego”, donde aparece la raza de los selenitas, humanos con un genoma modificado para permitirles vivir en las condiciones de gravedad de la Luna.
Existen opciones todavía más radicales. Si nuestros cuerpos biológicos son incapaces de adaptarse a las condiciones de vida en ingravidez, siempre podremos plantearnos la sustitución del mismo por un cuerpo mecánico. El ciborg, el hombre máquina, es insensible a la gravedad. En el cerebro no aparecen problemas de descalcificación, y un brazo mecánico no sufre atrofia muscular por permanecer demasiado tiempo en caída libre. Pohl realiza un magistral estudio de las implicaciones de la transformación del hombre en ciborg para adaptarse a la vida sobre el planeta Marte en “Homo Plus”, una de las novelas de referencia sobre este tema. En cualquier caso, la evolución lógica de este estadio, el trasladar la mente a un soporte puramente electrónico (cómo los extraterrestres constructores de TMA1 en “2001, una odisea del espacio” o los pilotos electrónicos usados por Saberhagen en “Alas en la oscuridad”) libera a la misma de todas las ataduras y servidumbres que acarrea un cuerpo biológico y le abre verdaderamente las puertas para la conquista de las estrellas.
Parece lógico que si el destino último de la humanidad es el vivir de un modo permanente fuera de la Tierra, se siga de un modo u otro el camino evolutivo al que nos hemos referido. Pero para aquellos que prefieran quedarse en los planetas, sometidos al tirón de la gravedad, transformase en un ángel con alas de cientos de metros de longitud no parece una solución demasiado realista para desplazarse de un sitio a otro por el espacio. Por suerte, generar gravedad artificial, en contra de lo que pudiera parecer, no resulta tan complejo. De nuevo la física viene a echarnos una mano, a través del llamado principio de equivalencia: un cuerpo sometido a aceleración sufre los mismos efectos que si estuviese dentro de un campo gravitatorio con una aceleración equivalente. Esto es algo relativamente fácil de comprobar: cuando aceleramos un coche, notamos claramente una fuerza que nos aplasta contra el asiento (al igual que sucede, por ejemplo, cuando se lanza una nave espacial) y esa fuerza es, a todos los efectos, indistinguible de la gravedad.
Curiosamente, debido a esto, las naves de la edad de oro clásica de la ciencia ficción, esos cohetes atómicos en forma de supositorio, eran muchísimo más coherentes con la física en este campo que muchas de las naves más modernas que han ido apareciendo con posterioridad en el género. En efecto, para llevar a cabo una travesía espacial sin problemas de gravedad es suficiente mantener una aceleración constante de un g durante una parte del trayecto, parar el impulsor, dar la vuelta y continuar el viaje decelerando con una aceleración de una gravedad en la segunda mitad de la trayectoria. Este es un mecanismo muy elegante y completamente efectivo para llevar a cabo largos viajes espaciales sin resultar afectados por la ausencia de peso.
El sueño del motor de curvatura
Sin embargo, tampoco esta exento de inconvenientes. El primero es, sin duda, el del motor. Casi todos los sistemas de propulsión conocidos se basan en el principio de acción y reacción: se utiliza un combustible que sirve para acelerar una masa de impulsión que al ser expulsada empuja al vehículo en dirección contraria. Sin embargo, la cantidad de combustible que un vehículo espacial puede cargar es finita y cuanto más combustible carga, más pesa y más energía hace falta para moverlo. El perfil de vuelo no viene determinado, por tanto, por la necesidad de conseguir una determinada aceleración, sino por la masa de combustible que se puede acarrear. Lo normal es acelerar hasta gastar la mitad del mismo, mantener una trayectoria inercial sin aceleración a la velocidad alcanzada y decelerar al llegar al punto de destino. Pero este perfil vuelve a dejarnos en el punto de partida, pues durante la fase inercial del vuelo seguimos necesitando un sustituto de la gravedad.
Otro problema procede de que un sistema de aceleración continua es muy sensible a las maniobras. Ciertamente, todo funciona sin problemas mientras la nave se desplace en línea recta. Pero en cuanto tenga que cambiar de trayectoria bruscamente el interior de la misma puede convertirse en un infierno. Por ejemplo, en “Cosecha de estrellas”, de Poul Anderson, se nos describe una batalla espacial en la que la maniobrabilidad las naves viene determinada por la presencia de una tripulación humana en su interior, puesto que una nave ciborg o un simulacro electrónico carece de esas limitaciones. Esta superioridad de la máquina sobre el hombre a la hora de hacer frente a la aceleración ha sido bastante explotada en el género. Sin ir más lejos, en “Efímeras”, de Kevin O`Donnell Jr. la nave utiliza su capacidad para acelerar y decelerar bruscamente para sofocar un motín de su tripulación.
Se han propuesto distintas alternativas para hacer frente a estos inconvenientes. La primera implica la mejora en la eficiencia de los propulsores. Un cohete químico quema su combustible en un periodo de tiempo muy reducido, de apenas minutos. En cambio un cohete nuclear es miles de veces más eficiente y un propulsor avanzado de fusión o de antimateria tiene una eficacia centenares de miles de veces mayor. Por ejemplo, en “El mundo al final del tiempo”, de Frederik Pohl, una nave colonizadora que utiliza un esquema mixto de vela solar y motor de antimateria es capaz de mantener una aceleración casi constante durante toda su trayectoria hacia una lejana estrella.
Aun así, para un viaje lo suficientemente largo es evidente que el combustible no puede llegar para mantener una trayectoria de aceleración constante. Una posible alternativa consiste en utilizar un valor de aceleración más reducido (en “2061” la Universe es capaz de realizar el trayecto Tierra – Júpiter a una aceleración constante de 0,1g merced a su planta de fusión catalizada por muones). También podemos renunciar a la aceleración constante… pero colocando a la tripulación en un estado de hibernación en el que los efectos de la ingravidez se vean minimizados. Una interesante variante de esta teoría la encontramos en la novela de Chales Sheffield “Entre los latidos de la noche”. El método de viaje interestelar escogido en este caso es el llamado “espacio L”, donde aparentemente las naves viajan a muchas veces la velocidad de la luz. Pero lo curioso del espacio L es que no se trata de un nuevo y revolucionario avance de la física, sino de un estado metabólico a mitad de camino entre la animación suspendida y la hibernación. En el espacio L, el metabolismo se ve ralentizado a una décima parte de su valor normal y debido a esto el tiempo corre diez veces más lento… lo que a su vez implica que las aceleraciones se perciben subjetivamente muchísimo más rápidas. En estas condiciones, las naves pueden mantenerse con una aceleración de apenas unas centésimas de g, que serán percibidas por la tripulación cómo una gravedad completa durante toda la trayectoria.
Otra estrategia valida para enfrentarse al problema de la aceleración constante es el empleo de una nave que sea capaz de conseguir su propio combustible del espacio exterior. Por ejemplo, las estato-colectoras recogen hidrógeno interestelar mediante enormes dragas magnéticas para producir una reacción de fusión nuclear auto-sostenida que impulsa la nave casi indefinidamente.