Jun
18
¡Qué cosas!
por Emilio Silvera ~ Clasificado en General ~ Comments (0)
Por qué dijo Einstein que Dios no juega a los dados?
Cuando Einstein publicó la explicación al efecto fotoeléctrico poco podía imaginar lo que iba a pasar: que siendo uno de los padres de la teoría cuántica, acabaría repudiándola como a un hijo díscolo y balarrasa
En 1926 el embrollo en el mundo de la física teórica era mayúsculo. Louis de Broglie había demostrado que la materia podía comportarse como olas en un estanque a las que llamó ‘ondas de materia’. También había dos teorías cuánticas que parecían contrapuestas, creadas por dos físicos alemanes, brillantes y con una fuerte personalidad. Uno era Werner Heisenberg, para el que era una estupidez edificar toda una teoría basándose en unos electrones orbitando alrededor del núcleo pues nadie lo había visto. Lo único que realmente se veía eran los fotones emitidos por los electrones al cambiar de “órbita”, luego esto era lo único que había que tener en cuenta a la hora de desarrollar una teoría. Así creó la mecánica matricial. El otro era Erwin Schrödinger, que ofreció una formulación matemática para las ondas de materia de De Broglie: era la mecánica ondulatoria.
Por otro lado, Heisenberg había demostrado la existencia de una indeterminación fundamental: o bien conocemos la velocidad de una partícula o bien conocemos su posición, pero no es posible conocer ambas con total precisión. Lo mismo pasaba con otras dos cantidades, la energía y el tiempo. Ya solo quedaba ver cómo iba a responder a todo esto la comunidad de físicos teóricos.
El padre del modelo atómico moderno, Niels Bohr, ponía fuertes reparos a las relaciones de incertidumbre de Heisenberg mientras que Einstein no se tragaba su mecánica matricial y pensaba que la mecánica ondulatoria de Schrödinger iba a conseguir ofrecer una imagen física de los procesos atómicos. Y llegó Max Born, que demostró que la mecánica ondulatoria de Schrödinger servía para calcular una cantidad física fundamental: la probabilidad de encontrar un electrón en una región del espacio. Esto fue un mazazo por lo que había de implícito en ello, una visión totalmente probabilística del mundo. Un electrón no está en un determinado lugar sino que existe una cierta probabilidad de que esté allí; de hecho, es posible encontrarle en cualquier lugar del universo.
En septiembre de 1927, y tras un proceso intelectualmente doloroso, Bohr anunció en un congreso internacional en Como (Suiza) que la única forma de lidiar con las relaciones de incertidumbre de Heinsenberg sin caer en contradicciones era asumir el principio de complementariedad: dos propiedades complementarias no se pueden medir simultáneamente con total precisión. Lo mismo sucede con la dualidad onda-corpúsculo: cualquier objeto cuántico solo puede presentar uno de esos dos aspectos al mismo tiempo; esto es, o lo vemos como onda o como corpúsculo, pero jamás a la vez. Y esto, ¿a dónde nos conduce? A que mientras nadie los mida, los objetos cuánticos no tienen ningún atributo, ninguna propiedad intrínseca. Dicho más crudamente, una propiedad que no se ha medido no necesita existir. También podemos decirlo más o menos poéticamente: la Luna no existe hasta que alguien la mira. A esta visión se la conoce como la interpretación de Copenhague.
A muchos físicos -educados en el tranquilo mundo clásico- les resultaba inconcebible que un sistema no tuviera sus propiedades bien definidas. Y uno de ellos era Albert Einstein: “la mecánica cuántica es imponente, pero una voz interior me dice que no es lo real”. No es extraño que pensara así porque Bohr le estaba diciendo que la realidad, entendida como algo objetivo que se encuentra ahí fuera, no existe, es sólo una ilusión; no vemos las cosas en sí mismas, sino aspectos de lo que son.
El monumental lío en que se encontraba la física era tal que todo el mundo esperaba como agua de mayo la celebración del Quinto Congreso Solvay a celebrarse del 24 al 29 de octubre de 1927 en el Instituto de Fisiología de Bruselas. Hoy es considerado como el encuentro más importante de la física del siglo XX. Su título, ‘Electrones y fotones‘, Primera instantánea de la luz funcionando como onda y como partícula (muyinteresante.es)no reflejaba la verdadera intención de esa reunión: dirimir el camino al que llevaba la teoría cuántica. Pero sobre todo, y como apostillaría Bohr, se celebraba “para ver cuál era su reacción [Einstein] a los últimos avances realizados”.
Cuando le tocó hablar a Einstein lo primero que hizo fue pedir disculpas por no haber profundizado en la mecánica cuántica. “Sin embargo -continuó diciendo- quisiera hacer algunas consideraciones generales”. Y lanzó al ruedo uno de sus famosos gedanken-experiment o experimentos mentales. La intención de Einstein era demostrar que la naturaleza debía estar bien definida y que la cuántica hablase de probabilidades intrínsecas era una advertencia de que no estaba completa, que tenían que existir unas ‘variables ocultas’ que, una vez descubiertas, nos permitirían eliminar esa incertidumbre. Cuenta la leyenda que fue en este congreso donde Einstein dijo: “Dios no juega a los dados”. A lo que Bohr le respondió: “Deja de decirle a Dios lo que tiene que hacer”.
Este fue el primer asalto del debate Bohr-Einstein, uno de los más importantes de la historia de la ciencia. Una discusión que, en el fondo, no tenía por objetivo el contenido particular de una teoría, sino sobre lo que debería ser una teoría científica. “El debate no fue solo sobre la naturaleza del universo -ha dicho Andrew Whitaker, físico de la Universidad de Belfast- sino sobre el tipo de descripción del universo que deberíamos considerar como significativa”. En el primer asalto, Einstein apuntó que usando los dos más sacrosantos principios de la física, el de conservación de la energía y el del momento lineal, se podían obtener medidas con una precisión mayor que la permitida por las relaciones de incertidumbre. Sin embargo, Einstein erró el tiro y reconoció que sus experimentos mentales no tenían nada que ver con las relaciones de incertidumbre sino con otra característica del mundo en que vivimos, la separabilidad o localidad. Pero lo que más consternación le ocasionó no fue que Bohr desmontara su argumento, sino las consideraciones finales de la charla que, mano a mano, dieron Max Born y Heisenberg: “Consideramos que la mecánica cuántica es una teoría cerrada, cuyos supuestos físicos y matemáticos fundamentales no son susceptibles de modificación alguna”. Para ellos el caso estaba cerrado.
Segundo asalto
Pero Einstein no aflojaba. Seguía convencido de que existían variables ocultas que salvarían la física de la debacle. En el siguiente Congreso Solvay en 1930 decidió lanzar su segundo embate contra la teoría cuántica usando algo que él conocía muy bien, la relatividad especial. Imaginemos -dijo- una caja con un diminuto agujero que podemos abrir y cerrar a voluntad durante un pequeño intervalo de tiempo T. Dentro de la caja tenemos una cantidad definida de radiación y podemos suponer que durante ese intervalo T sale de la caja un único fotón. Ahora bien, un fotón tiene una energía que es el producto de la constante de Planck por su frecuencia, y por la relatividad sabemos que esa energía corresponde a una masa efectiva que podemos calcular a través de la ecuación E = mc2. Eso quiere decir que si pesamos la caja antes y después de que salga ese fotón determinaremos con total precisión su masa y, por ende, su energía, luego la incertidumbre en la energía es cero. Por otro lado, la incertidumbre en el tiempo viene dada por T, el espacio de tiempo que se mantiene abierto el agujero. Y cero multiplicado por T es cero, lo que contradice la relacione de Heisenberg. QED.
El impacto de este argumento en Bohr fue tremendo. Según contó posteriormente su discípulo y colaborador Léon Rosenfeld “fue un shock para él… Durante toda la tarde estuvo triste, yendo de un lado para otro y tratando de persuadirse de que no podía ser cierto, que si tenía razón sería el fin de la física”. Fue una tarde gloriosa para Einstein: caminaba lentamente, majestuoso, mientras Bohr trotaba a su lado totalmente alterado. Pero la mañana siguiente todo cambió. Tras una noche de insomnio, la luz del Sol le reveló la solución. Bohr, exultante, había encontrado el contra-argumento y sabía que iba a hacer mucho daño a su amigo, pues usaría la gran creación de Einstein, la relatividad general, contra él.
Por un lado, dijo Bohr, existe una indeterminación intrínseca en la medida de la masa que viene dada por la relación de incertidumbre entre la posición y la velocidad, y por tanto hay una incertidumbre en la medida de la energía. Y por otro, y este fue el golpe maestro de Bohr, la incertidumbre en el tiempo viene dada por la relatividad general, que asegura que un reloj cambia su ritmo cuando se mueve en la dirección de un campo gravitatorio. Eso hace que aparezca una incertidumbre en la medida de la posición de la aguja de la balanza, que deriva en una incertidumbre en el tiempo. Si se hacen bien las cuentas se tiene que el producto de ambas es, como mínimo, tan grande como la constante de Planck, justo lo que dice el principio de incertidumbre del tiempo-energía.
Einstein reconoció la derrota, pero no se iba a dar por rendido. En 1933, durante el Séptimo Congreso Solvay preguntó a León Rosenfeld: “¿Cómo puede el estado final de una partícula verse influido por una medida llevada a cabo en otra después de que haya cesado toda interacción física entre ellas?”. Una pregunta que dos años más tarde iba a desencadenar la tormenta (cuántica) perfecta. Pero esta es otra historia…
Reportaje en MUY INTERESANTE